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miércoles, 15 de marzo de 2017

APAGAR LAS SOMBRAS (Autora:JULIA ALVAREZ)

Ilustración: CARLOS CAMPELO
Fotografía: ALEJANDRO ALLER

Relato elegido por Carlos Campelo para poner historía a su ilustración entre todos los enviados a la sección "Poniendo historias" del mes de febrero

Un dolor de estómago intenso sufría desde la discusión con su hermano dos tardes atrás. Pero no era tanto por el enfrentamiento como por el motivo que lo provocaba. El insistía una y otra vez, por todos los medios: el whasapp, el correo electrónico, las llamadas…. Mientras su cuerpo se rebelaba de esa forma tan visceral, tan interna.
-          María, tenemos que hacerlo –le decía-, no podemos aplazar más ese momento. Es absurda tu reacción tan infantil y fuera de lugar. Parece mentira que tengas 40 años.
-           Oscar, no insistas –le replicó-. No soporto enfrentarme a eso. Me provoca pesadillas y angustia. Hazlo tú y me dejas tranquila.
-           Sabes perfectamente que no puedo hacerlo yo solo –respondió-. Esto forma parte de nuestra historia familiar, tuya y mía. Y tan tuya como mía. No puedo tomar decisiones por ti. Te necesito allí conmigo. Creo que es hora de superar esos miedos.
Acudir a aquella casa le producía solo con pensarlo una reacción psicosomática tan fuerte hasta llevarla a la náusea y a la taquicardia. Entendía lo que su hermano le pedía. Era una mujer inteligente y sabía que antes de formalizar la venta de la casa había que sacar varios objetos y terminar de inventariar lo que se incluiría en el contrato: algunos muebles que no encajaban en las casas de ambos, ropa para entregar a asociaciones benéficas, vajillas y cristalerías recuerdo de familia… Racionalmente entendía que había que hacer frente a esa situación con frialdad. Pero sus miedos brotaban como un sarpullido hasta bloquearla.
Entrar de nuevo en aquel sitio era remover el pasado, era dejar salir los fantasmas y terrores de infancia, era abrir la caja de Pandora con todas sus consecuencias.
-          María hay que ir ya. El próximo viernes firmamos ante Notario la venta y no estoy dispuesto a que se queden dentro ciertas cosas. Y tienes que ayudarme, tampoco para mí es fácil.
Era consciente de  que no podía resistirme más. Era una mujer adulta y todo aquello parecía ponerlo en entredicho. En su vida laboral era una buena profesional, firme y quizá un poco intolerante. Aquella situación personal le hacía perder la compostura. Y llegó el momento de enfrentarse a sus sombras y dejar de esconderse como si aquel pasado no fuera con ella.
Quedamos aquella tarde de martes. Eran los últimos días del invierno, el día se prolongaba lentamente. Mi hermano me recogió con su flamante todo-terreno y yo no hice más que hundirme en el asiento del copiloto, como una niña asustada. Me sentí mareada. Intenté concentrarme en el horizonte y respirar muy hondo.
Llegamos al pueblo. Nuestra casa familiar se erigía magnifica en aquel promontorio. El jardín estaba cuidado y verdaderamente el comprador estaba encantado con la adquisición por su buen estado. Cuando mis ojos se fijaron en aquella edificación que se veía nada más entrar en la población comencé a hiperventilar. Serénate, María, me repetía a mí misma. Es un trámite, nada más, un rato y sales pitando. Debería de haber traído mi coche para estar el menor tiempo posible.
Oscar  aparcó delante de la verja y sacó las llaves del bolsillo de su chaquetón. Yo era incapaz de moverme del asiento. Él me abrió la puerta y me ofreció su mano. Me aferré a él como una tabla de salvación. Agarré su brazo y traspasamos el portón de acceso a la finca. Apenas reparé en nada, solo tenía ojos para aquella puerta doble de madera noble con un bello llamador que mi padre había encargado  hacer al carpintero del pueblo. Era sólida, firme, con dos macetones de abetos enanos preciosos. El sonido de la llave abriendo la cerradura alteró aún más mis latidos. Hacía mucho tiempo que no entraba allí, aquel antro formaba parte de mi pasado desgraciadamente y para mí no significaba nada entrañable. Muy al contrario. Aunque el silencio dentro era absoluto, en mi cabeza bullían los gritos desesperados de mi madre, el miedo y las carreras de niños pequeños prestos a esconderse debajo de las camas y alejarse de las reacciones incontroladas de aquella mujer que biológicamente era la que nos había parido, pero a la que la enfermedad había alterado su mente y su ser hasta convertirla en un ser maléfico e indeseable.
Nuestro padre jamás había tenido el valor de hacer frente a aquella horrorosa situación familiar internándola en un centro donde estuviera más atendida. Siempre pensó que en su casa estaría más tranquila y segura, pero no fue así. Su estado se agravó hasta el punto de esgrimir cuchillos para atacarnos, aún tengo las cicatrices  de aquella calurosa tarde de verano de mis 13 años: ella me cogió por el pelo, tenía una fuerza tremenda, estaba enajenada y no pude escaparme. El filo del cuchillo cruzó la piel de mi espalda en ambas diagonales hasta que mi hermano pudo cogerle el brazo y de una patada hacer saltar aquella herramienta de dolor de su mano. Salí corriendo todo lo que pude, sin mirar atrás, baje las escaleras a trompicones y crucé la puerta sin ni siquiera reparar lo que pudiera estar haciéndole a Oscar. Los gritos de ella eran sobrehumanos. Cerré  de golpe, jamás volvería a entrar allí, eso me dije. Y allí estaba de nuevo, con los gritos martilleando en mi cabeza. Necesitaba definitivamente cerrar aquella puerta, apagar aquellos alaridos tan dolorosos, aquellas sombras de mis pesadillas y salir para no volver.
Mi hermano intentó hacer el trámite lo más breve posible. Recogimos libros, joyas, unos cuadros, el baúl de la abuela que descansaba tan quieto en el cuarto de nuestros padres lleno de fotos y detalles de una vida tan lejana y diferente. Y su retrato, el de aquella figura que iba asociada al horror de nuestra infancia.
Y llegó el instante de cruzar el umbral hacia la vida y poner fin sin vuelta atrás a esa parte tan dolorosa de mi vida. Allí se quedaban los miedos, las sombras alargadas en el tiempo de un sufrimiento tan absurdo como invalidante sobre todo porque se escapaba a nuestro control. Muchos años me había costado asumir que no era culpable de nada y este era un paso más hacia mi liberación. Era la salida sin retorno. Girar la llave y apagar aquel dolor inmenso

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