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martes, 5 de mayo de 2015

LA CASA DEL FONDO



(Cuento de Flor Méndez Villagrá)


Avanzaba por aquel camino como quien se desliza enfundado en una piel de serpiente. A veces mis pies tomaban la velocidad de alguien que sabe que va a dar jaque mate, otras, la lentitud que da el  miedo de enfrentarse a un ganador.  

Al fondo se divisaba el pueblo, y al fondo del fondo la casa.

Me dí cuenta enseguida que me había visto porque empezó a estirarse para confirmar que aquella figura que se acercaba era “su niña”. Cuando estuvo segura, sus paredes empezaron a latir aceleradamente como un gran corazón, pero seguía siendo ella y para disimular su alegría, comenzó su ración de indiferencia; cuanto mas me acercaba, mas se alejaba ella, y cuando creía verla empequeñecía hasta convertirse en un punto diminuto.  Siempre le había gustado jugar conmigo, y lo hacia con la seguridad del que hecha una partida con alguien que no le va a defraudar.

En la bajada a la laguna por fin se mostró delante de mí. Eligió el porte altivo, de la casa que se sabe necesaria a pesar del abandono, la que reconoce que ha sido y seguirá siendo el refugio de todos los suyos, por eso me ofreció sus mejores balconadas y sus imponentes columnas de entrada como presentación. Sonreí. No había perdido su orgullo y por si me quedaba alguna duda, se estiró vanidosa, agrandando su fachada desmesuradamente, como carta de presentación.

Me miraba desde lo alto, sopesando si debía o no perdonar mi deserción. Yo solo esperé sentada en el viejo columpio, como cuando era niño, la absolución que  sabia, acabaría concediéndome.

Cuando consideró, sus puertas comenzaron a abrirse, sin chirridos ni brusquedades, poquito a poco para disimular sus juntas dilatadas, y por ellas me lanzó una bocanada de olores añejos que salieron en tropel a recibirme. Sobresalía el de madera sobre el de libros viejos y se percibía al fondo el de tomillo y hierba buena descendiendo desde el desván.

Extendió delante de mi aquel suelo ajedrezado, y una vez mas entré en mi vieja casa saltando en zig-zag sobre las baldosas negras hasta el borde de la escalera, y aquel gesto que yo repetía continuamente en mi niñez, la hizo estremecer y acabó por derrumbarse. Bajó sus techos considerablemente, puso recta la escalera y abrió para mi todas sus puertas, menos la del  abuelo. Yo sabia que tardaría en cederme la custodia de aquel recinto que guardaba aun parte de la vida del hombre que la hizo suya y nunca la abandonó. Ella aun no sabía que yo tampoco pensaba hacerlo.

Comencé a recorrerla lentamente, y una canción de nana me detuvo en la habitación de mis padres, que aun olía a abrazos y ternura; el pitido de mi locomotora de vapor me llamaba sin cesar desde el cuarto de juegos y al acercarme, los soldaditos de plomo me hicieron un pasillo en formación. Por encima de mi cabeza crujían los techos con el baile de bienvenida que hicieron los duendes del desván, y de la habitación del fondo, mi habitación, miles de fuegos artificiales reclamaban mi atención.


Cuando desperté estaba en la enorme cama de mi enorme habitación, en mi vieja y enorme casa, y supe que esa noche por algún resquicio de mi sueño la pitón amarilla que me aprisionaba se había marchado para siempre con mis miedos.


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