(Cuento de Flor Méndez Villagrá)
Al fondo se
divisaba el pueblo, y al fondo del fondo la casa.
Me dí cuenta
enseguida que me había visto porque empezó a estirarse para confirmar que
aquella figura que se acercaba era “su niña”. Cuando estuvo segura, sus
paredes empezaron a latir aceleradamente como un gran corazón, pero seguía siendo
ella y para disimular su alegría, comenzó su ración de indiferencia; cuanto mas
me acercaba, mas se alejaba ella, y cuando creía verla empequeñecía hasta
convertirse en un punto diminuto. Siempre
le había gustado jugar conmigo, y lo hacia con la seguridad del que hecha una partida
con alguien que no le va a defraudar.
En la bajada a
la laguna por fin se mostró delante de mí. Eligió el porte altivo, de la casa que
se sabe necesaria a pesar del abandono, la que reconoce que ha sido y seguirá
siendo el refugio de todos los suyos, por eso me ofreció sus mejores balconadas
y sus imponentes columnas de entrada como presentación. Sonreí. No había
perdido su orgullo y por si me quedaba alguna duda, se estiró vanidosa, agrandando su fachada desmesuradamente, como
carta de presentación.
Me miraba
desde lo alto, sopesando si debía o no perdonar mi deserción. Yo solo esperé
sentada en el viejo columpio, como cuando era niño, la absolución que sabia, acabaría
concediéndome.
Cuando
consideró, sus puertas comenzaron a abrirse, sin chirridos ni brusquedades, poquito
a poco para disimular sus juntas dilatadas, y por ellas me lanzó una bocanada
de olores añejos que salieron en tropel a recibirme. Sobresalía el de madera
sobre el de libros viejos y se percibía al fondo el de tomillo y hierba buena
descendiendo desde el desván.
Extendió delante de mi aquel suelo ajedrezado, y una vez mas entré en mi vieja casa saltando
en zig-zag sobre las baldosas negras hasta el borde de la escalera, y aquel
gesto que yo repetía continuamente en mi niñez, la hizo estremecer y acabó por
derrumbarse. Bajó sus techos considerablemente, puso recta la escalera y abrió
para mi todas sus puertas, menos la del
abuelo. Yo sabia que tardaría en cederme la custodia de aquel recinto
que guardaba aun parte de la vida del hombre que la hizo suya y nunca la
abandonó. Ella aun no sabía que yo tampoco pensaba hacerlo.
Comencé a
recorrerla lentamente, y una canción de nana me detuvo en la habitación de mis
padres, que aun olía a abrazos y ternura; el pitido de mi locomotora de vapor
me llamaba sin cesar desde el cuarto de juegos y al acercarme, los soldaditos
de plomo me hicieron un pasillo en formación. Por encima de mi cabeza crujían
los techos con el baile de bienvenida que hicieron los duendes del desván, y de
la habitación del fondo, mi habitación, miles de fuegos artificiales reclamaban
mi atención.
Cuando
desperté estaba en la enorme cama de mi enorme habitación, en mi vieja y enorme
casa, y supe que esa noche por algún resquicio de mi sueño la pitón amarilla
que me aprisionaba se había marchado para siempre con mis miedos.
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