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sábado, 27 de junio de 2015

LA VIDA ES UN JUEGO (Fernando Montes Pazos)


Recuerdo que me desconcertó su apariencia inofensiva, casi cordial, desde el momento mismo en que pasé a su despacho, una habitación desprovista de luz natural y atestada de libros. Aparte de los anaqueles en los que se hallaban apiñados éstos, se podía decir que el resto del mobiliario era de una gran sobriedad. Lo formaba una mesa considerablemente alargada, con dos sillas elegantemente tapizadas en cada uno de los extremos. Él ocupaba una de ellas y, con ademán solícito, me ofreció asiento en la otra. Sentí que mi nerviosismo, ya de por sí bastante aventado por la situación, se acrecentaba aún más al saberme objeto de su mirada impasible, desde el otro lado de sus gafas con montura de pasta. Avezado psicólogo como sin duda era, y quizás un poco compadecido de mí, me ofreció algo de beber.
-Whisky, gracias –respondí, logrando a duras penas que la voz saliera del cuerpo.
Se incorporó con una calma que a mí me parecía inexplicable y extrajo de un mueble-bar situado justo a sus espaldas dos vasos junto con una botella del citado licor. Vertió apenas dos dedos en cada uno y volvió a guardar la botella en su sitio. Yo apuré el mío prácticamente de un solo trago, mientras que él apenas había humedecido los labios en el suyo. Me miró durante algunos segundos con una expresión que a mí me dio por calificar a medio camino entre socarrona y divertida, hasta que por fin se decidió a quebrar un silencio que comenzaba ya a resultar embarazoso:
-Le ruego que no malinterprete el que no le ofrezca una segunda copa. No desearía en modo alguno que me considerara un mal anfitrión, tacaño y roñoso. Es sólo que le quiero perfectamente sobrio para este juego.
Más o menos acerté a balbucear que no se preocupara, que lo entendía perfectamente.
-Es la primera vez, ¿verdad? –me preguntó a continuación, prácticamente a quemarropa.
Mi respuesta se limitó a un vago cabeceo afirmativo, pues la voz parecía obstinada en no salir de la garganta.
-Si quiere, puede abandonar. Ha ocurrido otras veces. En tal caso, tan sólo insisto en que se olvide de que esta reunión ha tenido lugar.
-Necesito el dinero –logré articular, por fin.
-Muy bien –ratificó él, reclinándose en el respaldo de la silla y trenzando los dedos- ¿Está seguro de que lo hace sólo por dinero?
-Naturalmente –respondí con inusual firmeza- Puede estar seguro de que ésta será la primera y última vez que lo haga… aun en el supuesto de que gane –añadí, bajando sombríamente la cabeza. Fue entonces cuando mi interlocutor dejó escapar una risa contenida, rompiendo con su habitual hieratismo, lo cual me desorientó nuevamente.
-Disculpe –dijo a continuación, alzando una mano y recomponiendo el gesto- No he podido evitarlo. Me recuerda usted tanto a mí mismo cuando empecé en esto… Dígame, si lo hace sólo por dinero, ¿por qué no ha elegido un procedimiento más seguro? Algo como fundar una cadena de restaurantes, o especular recalificando terrenos.
Me quedé absolutamente perplejo ante lo que a todas luces era una pregunta absurda.
-Para eso hace falta disponer de un capital inicial. Y de influencias…
-Me ha decepcionado usted, amigo mío –replicó, negando con la mano- Le creía más inteligente. Lo que en realidad ha llevado a esas personas a conseguir ese presunto éxito que ellos creen merecer es una combinación de azar y falta de escrúpulos, exactamente igual que la que me ha llevado a mí a labrarme la pequeña fortuna de la que ahora dispongo. Si bien yo tengo la suficiente lucidez como para ser consciente de ello, y no caer en ese burdo endiosamiento del que adolecen todos ellos. Absurdamente atribuyen lo que ellos llaman éxito en la vida a no sé qué cualidades personales, que los hacen destacar sobre el resto de los mortales. Y el siguiente paso es el de olvidarse de que son vulnerables, y de que son mortales, cuando, a la hora de la verdad, les pegas un tiro y sangran igual que los demás.
No sabía qué decir o hacer, así que opté por dejar que siguiera hablando. En eso, se despojó de sus gafas de culo de vaso y, apoyando los codos sobre la mesa, acercó todo lo que pudo so rostro al mío. Sentí un escalofrío al contemplar el azul pálido de su ojo izquierdo, inutilizado por una catarata. Me dijo entonces con lentitud:
-Tal vez no admire su inteligencia, pero sí su valor ¿Sabe por qué lo digo?
Tragué saliva y afirmé con la cabeza, puesto que sí lo sabía. Él llevaba más de veinte años dedicándose a eso. La conclusión era a un tiempo terrible e irrefutable: si estaba allí, era porque nunca había perdido. Con gesto adusto volvió a ceñirse las gafas, adoptando un aire que cabría tildar de auténtico profesional.
-¿Ha traído su propia arma? –me espetó, conduciéndose de repente con desdeñosa frialdad.
Negué con la cabeza, parte del cuerpo con la que llevaba comunicándome durante casi toda la conversación. Él extrajo a continuación del bolsillo de su chaqueta una pistola hermosísima, con la empuñadora de plata. Creo que no pude evitar que a mis ojos aflorara un destello al verla. Mi contrincante lo advirtió de inmediato.
-En ese caso, no tendrá inconveniente en que utilice la mía. Y, por favor, le ruego que no me juzgue mal. Nunca he creído en esas supercherías de que ciertos objetos den suerte. La suerte, amigo mío, no existe. Sólo el azar.
Y dicho esto la impulsó con el dedo, haciéndola girar sobre la mesa varias veces, como una peonza. Cuando terminó de dar vueltas, el cañón apuntaba hacia mí.
-Empieza usted –señaló mi oponente, sin duda con la intención de hacerme reaccionar al ver que no hacía nada.
La tomé con mano trémula y me la acerqué a la sien con un movimiento retardado, exactamente igual que el de una imagen filmada a cámara lenta. Cerré los ojos y recuerdo que sentí que el aire adoptaba una consistencia pastosa en torno a mí, como si me envolviera una intangible campana de silencio. La voz de mi contrincante sonaba tremendamente lejana, pese a estar situado a tan sólo un par de metros.
-Adelante. No tema. En el supuesto de que ocurra lo peor, ni siquiera oirá el ruido del disparo.
Toda mi vida desfiló ante mí en las décimas de segundo que empleó mi dedo índice en apretar el gatillo. Efectivamente, no llegué a oír la detonación, pero por el simple hecho de que ésta no se produjo. Deslicé la pistola a lo largo de la mesa hacia mi oponente, como el que está ávido por alejar de sí a una serpiente venenosa. Éste la tomó una con parsimonia desprovista de temor y pude apreciar que a sus labios afloraba un rictus sarcástico en el momento de acercar el arma a la tapa de los sesos.
-Créame, amigo mío. Dios es el azar. La única justicia que todo lo iguala.
Esta vez sí que se oyó el disparo, tras el cual se suceden confusamente en mi cerebro las imágenes de las que apenas alcanzo a recordar el dantesco espectáculo ofrecido por su cuerpo desmadejado sobre la silla, y la sangre saliendo a borbotones por el orificio de bala abierto en la cabeza.

Veinte años han pasado desde entonces, en los que he hecho una considerable fortuna, y ahora soy yo el que tiene ante sí a un joven novato sentado en la silla de enfrente. Pero en modo alguno soy tan estúpido de despreciarlo.

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