-Whisky,
gracias –respondí, logrando a duras penas que la voz saliera del cuerpo.
Se
incorporó con una calma que a mí me parecía inexplicable y extrajo de un
mueble-bar situado justo a sus espaldas dos vasos junto con una botella del
citado licor. Vertió apenas dos dedos en cada uno y volvió a guardar la botella
en su sitio. Yo apuré el mío prácticamente de un solo trago, mientras que él
apenas había humedecido los labios en el suyo. Me miró durante algunos segundos
con una expresión que a mí me dio por calificar a medio camino entre socarrona
y divertida, hasta que por fin se decidió a quebrar un silencio que comenzaba
ya a resultar embarazoso:
-Le
ruego que no malinterprete el que no le ofrezca una segunda copa. No desearía
en modo alguno que me considerara un mal anfitrión, tacaño y roñoso. Es sólo
que le quiero perfectamente sobrio para este juego.
Más
o menos acerté a balbucear que no se preocupara, que lo entendía perfectamente.
-Es
la primera vez, ¿verdad? –me preguntó a continuación, prácticamente a
quemarropa.
Mi
respuesta se limitó a un vago cabeceo afirmativo, pues la voz parecía obstinada
en no salir de la garganta.
-Si
quiere, puede abandonar. Ha ocurrido otras veces. En tal caso, tan sólo insisto
en que se olvide de que esta reunión ha tenido lugar.
-Necesito
el dinero –logré articular, por fin.
-Muy
bien –ratificó él, reclinándose en el respaldo de la silla y trenzando los
dedos- ¿Está seguro de que lo hace sólo
por dinero?
-Naturalmente
–respondí con inusual firmeza- Puede estar seguro de que ésta será la primera y
última vez que lo haga… aun en el supuesto de que gane –añadí, bajando
sombríamente la cabeza. Fue entonces cuando mi interlocutor dejó escapar una
risa contenida, rompiendo con su habitual hieratismo, lo cual me desorientó
nuevamente.
-Disculpe
–dijo a continuación, alzando una mano y recomponiendo el gesto- No he podido
evitarlo. Me recuerda usted tanto a mí mismo cuando empecé en esto… Dígame, si
lo hace sólo por dinero, ¿por qué no ha elegido un procedimiento más seguro?
Algo como fundar una cadena de restaurantes, o especular recalificando
terrenos.
Me
quedé absolutamente perplejo ante lo que a todas luces era una pregunta
absurda.
-Para
eso hace falta disponer de un capital inicial. Y de influencias…
-Me
ha decepcionado usted, amigo mío –replicó, negando con la mano- Le creía más
inteligente. Lo que en realidad ha llevado a esas personas a conseguir ese
presunto éxito que ellos creen merecer es una combinación de azar y falta de
escrúpulos, exactamente igual que la que me ha llevado a mí a labrarme la
pequeña fortuna de la que ahora dispongo. Si bien yo tengo la suficiente
lucidez como para ser consciente de ello, y no caer en ese burdo endiosamiento
del que adolecen todos ellos. Absurdamente atribuyen lo que ellos llaman éxito
en la vida a no sé qué cualidades personales, que los hacen destacar sobre el
resto de los mortales. Y el siguiente paso es el de olvidarse de que son
vulnerables, y de que son mortales, cuando, a la hora de la verdad, les pegas un
tiro y sangran igual que los demás.
No
sabía qué decir o hacer, así que opté por dejar que siguiera hablando. En eso,
se despojó de sus gafas de culo de vaso y, apoyando los codos sobre la mesa,
acercó todo lo que pudo so rostro al mío. Sentí un escalofrío al contemplar el
azul pálido de su ojo izquierdo, inutilizado por una catarata. Me dijo entonces
con lentitud:
-Tal
vez no admire su inteligencia, pero sí su valor ¿Sabe por qué lo digo?
Tragué
saliva y afirmé con la cabeza, puesto que sí lo sabía. Él llevaba más de veinte
años dedicándose a eso. La conclusión era a un tiempo terrible e irrefutable:
si estaba allí, era porque nunca había perdido. Con gesto adusto volvió a
ceñirse las gafas, adoptando un aire que cabría tildar de auténtico
profesional.
-¿Ha
traído su propia arma? –me espetó, conduciéndose de repente con desdeñosa
frialdad.
Negué
con la cabeza, parte del cuerpo con la que llevaba comunicándome durante casi
toda la conversación. Él extrajo a continuación del bolsillo de su chaqueta una
pistola hermosísima, con la empuñadora de plata. Creo que no pude evitar que a
mis ojos aflorara un destello al verla. Mi contrincante lo advirtió de
inmediato.
-En
ese caso, no tendrá inconveniente en que utilice la mía. Y, por favor, le ruego
que no me juzgue mal. Nunca he creído en esas supercherías de que ciertos
objetos den suerte. La suerte, amigo mío, no existe. Sólo el azar.
Y
dicho esto la impulsó con el dedo, haciéndola girar sobre la mesa varias veces,
como una peonza. Cuando terminó de dar vueltas, el cañón apuntaba hacia mí.
-Empieza
usted –señaló mi oponente, sin duda con la intención de hacerme reaccionar al
ver que no hacía nada.
La
tomé con mano trémula y me la acerqué a la sien con un movimiento retardado,
exactamente igual que el de una imagen filmada a cámara lenta. Cerré los ojos y
recuerdo que sentí que el aire adoptaba una consistencia pastosa en torno a mí,
como si me envolviera una intangible campana de silencio. La voz de mi
contrincante sonaba tremendamente lejana, pese a estar situado a tan sólo un
par de metros.
-Adelante.
No tema. En el supuesto de que ocurra lo peor, ni siquiera oirá el ruido del
disparo.
Toda
mi vida desfiló ante mí en las décimas de segundo que empleó mi dedo índice en
apretar el gatillo. Efectivamente, no llegué a oír la detonación, pero por el
simple hecho de que ésta no se produjo. Deslicé la pistola a lo largo de la
mesa hacia mi oponente, como el que está ávido por alejar de sí a una serpiente
venenosa. Éste la tomó una con parsimonia desprovista de temor y pude apreciar
que a sus labios afloraba un rictus sarcástico en el momento de acercar el arma
a la tapa de los sesos.
-Créame,
amigo mío. Dios es el azar. La única justicia que todo lo iguala.
Esta
vez sí que se oyó el disparo, tras el cual se suceden confusamente en mi
cerebro las imágenes de las que apenas alcanzo a recordar el dantesco
espectáculo ofrecido por su cuerpo desmadejado sobre la silla, y la sangre
saliendo a borbotones por el orificio de bala abierto en la cabeza.
Veinte
años han pasado desde entonces, en los que he hecho una considerable fortuna, y
ahora soy yo el que tiene ante sí a un joven novato sentado en la silla de
enfrente. Pero en modo alguno soy tan estúpido de despreciarlo.
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