Este relato fue escrito por su autora, con el fin de poner una historia a la instantanea cedida a
cuento cuentos contigo por el fotógrafo JESUS MARIA RODRIGUEZ
foto de la sección "poniendo historias"
¡Bueno!, pues allí estaba, de nuevo, limpiando el
viejo y oscurecido armario de castaño, heredado del abuelo, tallado con las
iniciales de la familia y un amplio y repolludo ramo de rosas, como las que le
gustaban a la abuela.
La crisis, que un año más había impedido que me
fuera de vacaciones a alguna maravillosa playa o a algún paraje diverso y
distinto a los de mi lugar; me devolvía inexorablemente al pueblo, al viejo
caserón húmedo y frío, pero, no obstante, acogedor y que nunca supo de crisis,
ni de soledades, ni de gastos superfluos, ni de lujos, ni de escasez…, tan sólo
de albergar vidas sencillas y corrientes, como lo fueron siempre sus moradores.
Allí, limpiando el armario, se revolvían, junto
con las ropas y enseres, también los recuerdos de la infancia, cada vieja
sábana bordada por mi madre, cada toalla de lino con primorosos bolillos, cada
manta de lana, pesada y correosa…, fueron saliendo del armario en una impecable
procesión y desfile vintage que iba
organizando sobre la cama, pensando en cómo limpiar y lavar todo aquello para
hacerlo mínimamente útil.
De pronto,
entre algunas piezas de porcelana colocadas con esmero entre las viejas mantas
de estameña, apareció, como por encanto, una de las huchas que el abuelo nos
había regalado para que “aprendiéramos a ahorrar”, algo tan inequívocamente
adulto que, en su momento, nos resultaba muy poco apropiado.
Nos había regalado tres huchas con forma de
cerdito, una para cada uno de nosotros, una para mi hermano, otra para mi
hermana y otra para mí y nos soltó, al entregárnoslas, una frase casi lapidaria
incitándonos a conservar con cuidado el regalo, pues era de barro cocido, y a aumentar lo que habríamos de echar en él (“A
estos marranos hay que engordarlos, tanto o mejor que los que están en la
cuadra, porque aquellos sólo dan carne y estos pueden dar alegrías, cuando
asomen las penas”).
Nos quedamos con aquella frase, que, al menos a
mí, se me grabó en la memoria; y con
cada propina que nos daban, con cada dinerillo extra de navidad o de cumpleaños
y con cada sacrificio extraído del ahorro, aquellos pequeños marranos fueron
“ganando peso” casi al mismo ritmo que los que estaban esperando el San Martín en
las cuadras; de modo que cuando llegó esa fecha, mi hermano recordó lo que le
había dicho el abuelo y, puesto que se trataba de un marrano y se acercaba la
matanza, lo más lógico era también acabar con él. Así que, al mismo tiempo que
mi padre, “mató” a su marrano de un certero martillazo, extrayendo de él
absolutamente todo, hasta las más pequeñas monedas, pues ya se sabe que del
marrano se aprovecha todo, hasta los andares. Mi hermana siguió sus pasos y
acabó también con su “bichito de ahorrar”; mientras que yo decidía no hacerlo,
porque consideraba que aquel cerdito aún no había engordado lo suficiente; así que lo guarde en aquel armario a salvo de las
devastadoras manos del matarife de mi hermano. Y tanto debí guardarlo, que
quedó escondido durante años, sin recordar siquiera su existencia ni haber
vuelto a saber de él hasta ese preciso instante.
Estaba en verano, muy lejos de la época de la
matanza, pero recordando la frase del abuelo, me dispuse a “acabar con sus
largos días” buscando esas alegrías que
auguraba y que podían aplacar
tanta pena por la crisis. Me disponía a asestarle un certero golpe, con lo
primero que tenía a mano, cuando recordé que ese cerdito había sido alimentado
con “comida diferente” a la de ahora, lo había cebado con pesetas, y ahora sólo
usábamos euros …, lo miré con una mezcla de regocijo y desilusión y le dije:
“pequeño, te has librado, a pesar de
todo te has librado…; dejaré que sigas “vivo” y gordito y, además, lo haré con mucha satisfacción,
porque llevas dentro las monedas que más alegrías me han dado, incluso ahora,
cuando no puedo disponer de ellas”.
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