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domingo, 8 de enero de 2017

"EL HAMBRE DE LAS MUÑECAS" (Autor: P.J. CHELMICK)


          En el orto del siguiente día la mar se amaneció sin ánimo.
          Tras extenuantes  jornadas batiendo sus músculos contra la cólera de aquellas aguas hostigadas por la furia de los cielos, las manos de los marineros sangraban salitre y restos de maromas, descarnadas en los acolladores al tesar interminablemente las jarcias, de aferrar velas en ese intento de evitar que el barco se fuera a la ronza en su eminente peligro de zozobra.
          Las fuerzas de los hombres habían quedado esquilmadas, en la brava batalla cruenta de valor y  rabia, en ese doler de mandíbula al apretar diente contra los tridentes de Neptuno,  al igual que el pañol de provisiones, donde las ratas mendigaban el serrín de los toneles vacíos diseminados por la gambuza.
          Sus miembros adormecían en el contrapuente con la mirada perdida en un horizonte inacabable de aguas varadas.
          Si no fuera por el esputo de las bocas escorbutizadas, diríase que aquel cascarón fuera el esqueleto de un derelicto.
El timón se mullía en el silencio de los jirones del velamen que desnudaba los palos en desgarradas almas de telas, huérfanas de sus cabos lloraban por sus ollaos,  en ese estado al pairo, como algarete desvanecido sobre la indiferencia de los corales.
          Hasta el mascarón parecía haber abandonado el latido del crujir de sus senos, la grimpola yacía fosilizada en ese imaginarse un viento.
          A sabiendas de que el esfuerzo estaba destinado a encallar en los desnutridos huesos, dispusieron la palamenta de abordo, trincaron los remos a las esclavas rompiendo la claridad de las fogonaduras, en esas lenguas de madera insultando a la calima.
          Al pitazo del contramaestre los brazos tiraron de voluntad y la nave inició un leve roleo.
          ¿Olar contra sol o bogar a favor de atardecer?.
          La respuesta la tenían los tendones que se negaban a tensar, y otorgaban el alivio del sudor que humedecía los agrietados labios.
          Los párpados se desperezaron al grito que sobrevino del palo de trinquete, agónico resto del desafío a los vientos, la voz rota del grumete señalaba un fulgurante hilero sobre las aguas.
          Toda la tripulación se arremolinó a babor en la cubierta intentando descubrir que producía aquella estela de un verde jade que transcurría en el flanco.
          Unas cabelleras de rubio mantequilla emergieron a la superficie desde la carena de la embarcación, rompiendo el molde de las estáticas aguas, melenas que prendían unos rostros de una palidez porcelánica, carentes de cejas y pestañas.
          Los marineros mordieron el dolor de su labio al abrirse las llagas en una expresión de asombro, reculando sobre el tableado cuando las sirenas se izaron sobre la quilla asidas a las tracas, exhibiendo unos senos desnudos enmarcados en conchas, sobre los que prendían perlas negras, colas de ambarinos cristales multicolor  se manejaban con suavidad en las aguas en un cadencioso contoneo.
          Entreabrieron sus bocas al unísono entonando un melodioso canto agudo que se filtraba por la piel acariciando las terminaciones nerviosas hasta llegar a los oídos.
          La música se hizo fonema inteligible dentro de sus corazones.
          La proposición violó la voluntad de los marinos desahuciados de vientos.
          Ellas, en su mágico poder, prometían hacer llegar a buen puerto los restos de la herida carabela, a cambio tan sólo querían compartir con su tripulación una fiesta tribal en honor de tan audaces navegantes.
          Desesperados por la caótica situación de hambruna y sin opción a desprender la embarcación de aquel mar  que les tenía esclavizados a su calma chicha, deslumbrados por la belleza de aquellas hembras anfibias, sin capacidad de raciocinio uno a uno fueron saltando desde la nao a la oscuridad de las aguas muertas que iluminaban aquellas inquietas colas.
         …..
       En el horizonte de la marea creciente el terral empujaba hacia la costa el armazón de una carabela desvencijada. No se atisbaba a bordo ningún síntoma de vida, aún así, la embarcación efectuaba una perfecta maniobra de atraque.
          Una vez fondeada, los curiosos más atrevidos abordaron la cubierta, observando atónitos que al timón se hallaban atadas dos manos desgarradas, otras tantas manos tajadas por el antebrazo se encontraban aferradas a los mástiles de los remos, todas ellas portaban en la muñeca una lazada de color amarillo mantequilla y una perla negra cosida a su dedo meñique.
          Superada la sorpresa, y sin darse explicación de lo que pudo haber acontecido, retiraron aquellos miembros desgajados y los apilaron junto a las rocas que enraizaban el faro del puerto, donde día a día fueron secando hasta convertirse en pieles fósiles adheridas al musgo.
          Al poco las perlas fueron echadas  día a día en falta, coincidiendo en el tiempo con la desaparición de ciertos lugareños de mal vivir, cuyos harapos eran encontrados en la cima de los acantilados que resguardaban la playa.
          A las noches de luna clara oianse lastimeros cantos provenientes de mar adentro.
          Cuando eso ocurría las gentes de la aldea subían al faro con aceites de miel y canela con las que untaban aquellas manos… y los lamentos cesaban.


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