Autor: Alfredo (SAN MIGUEL DE ESCALADA)
Ya sé que en todos
los pueblos hubo - y quizás siga habiendo - "un tío agapito".
Pero este fue real. De Valdabasta. Y viejo conocido, - y conocedor -, de Mansilla de las Mulas. Tuvo tratos, por ejemplo, con don Blas, el boticario, dueño de la casa y la farmacia donde hoy, en estos tiempos, nos dan bien de comer, "curiosamente"...
Aquí va, de alguna manera, un cacho de su "biografía":
- “Escuchad, muchachos. Os propongo una apuesta: ¿a ver quién de vosotros aguanta, sin picarse, un puñado de ortigas en las manos?…”
Es Agapito, que gusta de probar la picardía de los chicos, y presumir de los trucos que aprendió de la tierra, – a la que quiere tanto – , y de la vida…
Agapito es un hombre alto y enjuto. Con el pelo blanco, pero casi intacto, debajo del sombrero de paño. Sobre sus ojos se arquean las pobladas cejas, también canas, que aclaran aún más la blanca tez de su semblante. Tiene una manos grandes, huesudas; pero bien cuidadas. “Yo digo que es mejor trabajar con la cabeza un poco, que un mucho con las manos”, – suele decir a veces, jactancioso. Sus piernas son también largas y flacas. Las disimula debajo de dos perneras anchas de pana, que terminan en dos vueltas, cargadas de hierbas y de pajas. Mide Agapito ciento ochenta centímetros. Y eso que los años ya le agachan, y le han llevado contra el suelo un par de dedos, cuando la tos le violenta y el asma le atosiga. “¿Quién diría que no pude entrar en la Guardia porque no di la talla?”…
El arroyo viene todavía muy ancho. Este invierno fue crudo, y muy lluvioso. Y el torrente derrumbó la tapia de la huerta, en la curva, antes de cruzar la calle. Entre el tapial y los adobes caídos, que forman un cabo en el riacho, se levanta una espléndida mata de ortigas, al lado del camino.
Los chicos suspenden por un tiempo sus juegos, y rodean al viejo, que les reta. El más osado se decide, aceptando el desafío: “Eso está chupao. Mi padre me ha dicho que si aguantas sin respirar, y apuñas fuerte, no pican las ortigas… Me cago en la…” El chico suelta el verde ramillete que tenía en la mano, y deshincha los mofletes que había llenado de una carga de aire exagerada, y resopla, sacudiendo los dedos, enfadado.
- “A ver: el siguiente…” , dice Agapito, divertido.
Un chaval rubio se adelanta, entre miedoso y descreído. Coge una ramita de ortigas entre los dedos pulgar e índice, por un instante escaso, resoplando, con la cara hinchada, en un intento de sonrisa. Pero, quia. Otro palabrón se escapa de su boca, y la ortiga vuela por encima del corro, hasta el arroyo.
El viejo socarrón se ríe abiertamente, disfrutando. Y busca con los ojos al siguiente paladín en el torneo. Se adelanta un rapaz con los ojos vivarachos y lo pelos de cohete. Hacía un poco que, de espaldas al corro, se había agazapado en el borde del agua, cogiendo en la palma de su mano un pegote de barro, y limpiando el dorso en la culera (“ay, pobre culo”, le gritará la abuela) . Ahora, disimulando, agarra decidido un puñado de hojas, en un tirón apresurado… Pero el pobre tampoco tiene suerte. Ni el barro le defiende. Grita, salta, chilla… Y escuchando las risas del coro de muchachos, se enfada y se marcha.
Pero este fue real. De Valdabasta. Y viejo conocido, - y conocedor -, de Mansilla de las Mulas. Tuvo tratos, por ejemplo, con don Blas, el boticario, dueño de la casa y la farmacia donde hoy, en estos tiempos, nos dan bien de comer, "curiosamente"...
Aquí va, de alguna manera, un cacho de su "biografía":
- “Escuchad, muchachos. Os propongo una apuesta: ¿a ver quién de vosotros aguanta, sin picarse, un puñado de ortigas en las manos?…”
Es Agapito, que gusta de probar la picardía de los chicos, y presumir de los trucos que aprendió de la tierra, – a la que quiere tanto – , y de la vida…
Agapito es un hombre alto y enjuto. Con el pelo blanco, pero casi intacto, debajo del sombrero de paño. Sobre sus ojos se arquean las pobladas cejas, también canas, que aclaran aún más la blanca tez de su semblante. Tiene una manos grandes, huesudas; pero bien cuidadas. “Yo digo que es mejor trabajar con la cabeza un poco, que un mucho con las manos”, – suele decir a veces, jactancioso. Sus piernas son también largas y flacas. Las disimula debajo de dos perneras anchas de pana, que terminan en dos vueltas, cargadas de hierbas y de pajas. Mide Agapito ciento ochenta centímetros. Y eso que los años ya le agachan, y le han llevado contra el suelo un par de dedos, cuando la tos le violenta y el asma le atosiga. “¿Quién diría que no pude entrar en la Guardia porque no di la talla?”…
El arroyo viene todavía muy ancho. Este invierno fue crudo, y muy lluvioso. Y el torrente derrumbó la tapia de la huerta, en la curva, antes de cruzar la calle. Entre el tapial y los adobes caídos, que forman un cabo en el riacho, se levanta una espléndida mata de ortigas, al lado del camino.
Los chicos suspenden por un tiempo sus juegos, y rodean al viejo, que les reta. El más osado se decide, aceptando el desafío: “Eso está chupao. Mi padre me ha dicho que si aguantas sin respirar, y apuñas fuerte, no pican las ortigas… Me cago en la…” El chico suelta el verde ramillete que tenía en la mano, y deshincha los mofletes que había llenado de una carga de aire exagerada, y resopla, sacudiendo los dedos, enfadado.
- “A ver: el siguiente…” , dice Agapito, divertido.
Un chaval rubio se adelanta, entre miedoso y descreído. Coge una ramita de ortigas entre los dedos pulgar e índice, por un instante escaso, resoplando, con la cara hinchada, en un intento de sonrisa. Pero, quia. Otro palabrón se escapa de su boca, y la ortiga vuela por encima del corro, hasta el arroyo.
El viejo socarrón se ríe abiertamente, disfrutando. Y busca con los ojos al siguiente paladín en el torneo. Se adelanta un rapaz con los ojos vivarachos y lo pelos de cohete. Hacía un poco que, de espaldas al corro, se había agazapado en el borde del agua, cogiendo en la palma de su mano un pegote de barro, y limpiando el dorso en la culera (“ay, pobre culo”, le gritará la abuela) . Ahora, disimulando, agarra decidido un puñado de hojas, en un tirón apresurado… Pero el pobre tampoco tiene suerte. Ni el barro le defiende. Grita, salta, chilla… Y escuchando las risas del coro de muchachos, se enfada y se marcha.
Todos miran a Agapito. En
un silencio que aplaca los picores a los más valientes, y los cuchicheos de los
que no se atreven en el reto. El viejo se acerca al arroyo, ensuciando de barro
el borceguí del pie derecho. Mira a la mata de las ortigas, como si fueran
flores. Y escoge, descuidado, con sus dedos largos, un ramillete de tallos
urticantes, que pasa de una mano a otra mano, sonriente. Los chicos acechan,
incrédulos, al hombre, esperando descubrir un escozor en los dedos, o un fuerte
cosquilleo que le arranque un taco a la legua del abuelo. Pero, nada. El tío
Agapito se queda tan fresco como el agua que baja en el arroyo.
- “Díganos, ande: ¿cómo lo hace?”,- dicen a coro los chicos, boquiabiertos y abobados.
- De todas las ortigas, que casi siempre crecen juntas, hay una que no tiene pelillos erizados, cargados de ese picante ácido que os irrita tanto. Esa es la ortiga blanca. La que yo cojo como una flor, descuidado”, – dice Agapito, orgulloso.
- “Y usted, ¿cómo sabe tanto?”, – le pregunta otro chico.
Agapito se hincha de contento. Y sabiendo que los muchachos le escucharán atentos, como a un maestro, les dice:
- “Venga: sentaos en el suelo. Que os cuento un montón de cosas de la ortiga. Atentos: ...Tenía yo unos ventitrés años, cuando los avatares de la vida me obligaron a poner en marcha la casa de mi padre. Lo primero que hice fue vender una mala burra que tenía. Y a cambio me decidí a comprar una yegua en la feria de Mansilla. Yo era un bisoño. Me faltaba la experiencia de la vida. Y me engañaron los gitanos. La yegua me costó 220 pesetas, “con cabezal y freno”. El jodido gitano me engañó como a un tonto, -“con freno y todo”… El freno servía para disimular el labio bajero de la bestia, que era más vieja que mi abuela, que en paz descanse… Al llegar a casa y quitar a la yegua el freno, el labio se le cayó casi hasta el suelo… Pero el engaño de los gitanos me sirvió a mi de desengaño. Aprendí de los mismos gitanos muchas tretas. Y en varias ocasiones las usé para devolverles el engaño. Pero también tuve entre esta gente a muy buenos amigos.
- A lo largo de mi vida me dediqué a la trata de animales, y aprendí, por ejemplo, que con una buena dieta de ortigas, picadas entre la hierba y los granos de avena, los viejos caballos restablecen el brillo de su pelo, y recuperan un renovado ardor, casi instantáneo, para engañar a los compradores.
- Las mismas ortigas me ayudaron en gran manera a la recría de los cerdos. Y gracias a ellos hubo años en los que gané mucho dinero. Esos granos que veis en las flores de la ortiga hacen poner a las gallinas más huevos que ninguna, y más frescos, y más rojos. Si en vuestros corrales no crecen las ortigas, coged unos buenos guantes, una hoz afilada y una horca; y todas las tardes, preparadles a las gallinas una buena ensalada de ortigas… Veréis qué huevos más “cojonudos”…
- También tiene la ortiga usos muy beneficiosos, como medicina. Recuerdo que mi abuela la usaba para ayudar a incrementar la orina, o para cortar la hemorragia de una herida. Todavía recuerdo cómo el abuelo se azotaba la espalda y las nalgas con ortigas, cuando le atacaba el reuma…”
Los chicos se ríen, divertidos. Y despiden, admirados, al abuelo:
- “Adiós, tío Agapito. Es usted coj… Es usted macanudo.”
…
- “Díganos, ande: ¿cómo lo hace?”,- dicen a coro los chicos, boquiabiertos y abobados.
- De todas las ortigas, que casi siempre crecen juntas, hay una que no tiene pelillos erizados, cargados de ese picante ácido que os irrita tanto. Esa es la ortiga blanca. La que yo cojo como una flor, descuidado”, – dice Agapito, orgulloso.
- “Y usted, ¿cómo sabe tanto?”, – le pregunta otro chico.
Agapito se hincha de contento. Y sabiendo que los muchachos le escucharán atentos, como a un maestro, les dice:
- “Venga: sentaos en el suelo. Que os cuento un montón de cosas de la ortiga. Atentos: ...Tenía yo unos ventitrés años, cuando los avatares de la vida me obligaron a poner en marcha la casa de mi padre. Lo primero que hice fue vender una mala burra que tenía. Y a cambio me decidí a comprar una yegua en la feria de Mansilla. Yo era un bisoño. Me faltaba la experiencia de la vida. Y me engañaron los gitanos. La yegua me costó 220 pesetas, “con cabezal y freno”. El jodido gitano me engañó como a un tonto, -“con freno y todo”… El freno servía para disimular el labio bajero de la bestia, que era más vieja que mi abuela, que en paz descanse… Al llegar a casa y quitar a la yegua el freno, el labio se le cayó casi hasta el suelo… Pero el engaño de los gitanos me sirvió a mi de desengaño. Aprendí de los mismos gitanos muchas tretas. Y en varias ocasiones las usé para devolverles el engaño. Pero también tuve entre esta gente a muy buenos amigos.
- A lo largo de mi vida me dediqué a la trata de animales, y aprendí, por ejemplo, que con una buena dieta de ortigas, picadas entre la hierba y los granos de avena, los viejos caballos restablecen el brillo de su pelo, y recuperan un renovado ardor, casi instantáneo, para engañar a los compradores.
- Las mismas ortigas me ayudaron en gran manera a la recría de los cerdos. Y gracias a ellos hubo años en los que gané mucho dinero. Esos granos que veis en las flores de la ortiga hacen poner a las gallinas más huevos que ninguna, y más frescos, y más rojos. Si en vuestros corrales no crecen las ortigas, coged unos buenos guantes, una hoz afilada y una horca; y todas las tardes, preparadles a las gallinas una buena ensalada de ortigas… Veréis qué huevos más “cojonudos”…
- También tiene la ortiga usos muy beneficiosos, como medicina. Recuerdo que mi abuela la usaba para ayudar a incrementar la orina, o para cortar la hemorragia de una herida. Todavía recuerdo cómo el abuelo se azotaba la espalda y las nalgas con ortigas, cuando le atacaba el reuma…”
Los chicos se ríen, divertidos. Y despiden, admirados, al abuelo:
- “Adiós, tío Agapito. Es usted coj… Es usted macanudo.”
…
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