Autora: ANA JULAR
Aquella noche le dije a David que no volvería nunca a la
tienda del ropavejero, aquel que parecía un judío de opereta, recuerdas, desde
aquella vez que todas las lámparas de cristal comenzaron a temblar y a romperse
con estrépitos chiquitos y yo salí huyendo como alma que lleva el diablo, mira
qué tontería, dijo David, habrá sido un golpe de viento, una casualidad, pero
qué cosas dices, mujer, magos, videntes, espíritus, no hay de eso por aquí, y
menos para que tú te los encuentres, pero yo te juro que aquel hombre miraba a
las lámparas y luego a mí y de nuevo a las lámparas y soplaba un vientecillo
caliente en la tienda que removía el polvo del suelo en torno a mis pies, que
mira que hay polvo en esa tienda, y yo allí clavada como una tonta mientras por
encima de mí estallaban los cristalitos rosas, blancos y lilas tan brillantes y
caían sin peso a mis pies como si fueran plumas… y él, qué nerviosa te estás
poniendo, ven aquí, a ver si se te pasa el temblor, y me enterraba en sus
brazos y me besaba en el cuello pero yo por encima de su hombro seguía viendo
caer los cristales en la penumbra de la tienda y posarse blandos en el polvo
entre mis pies, y entonces el viento caliente me sofocaba y todo se me borraba
y solo era David que me besaba y después me miraba con esos ojos salvajes
dorados y verdes como de loco, siempre tenía esa mirada después y se quedaba
callado, respirando fuerte durante un rato y yo pensé que no podía volver allí
de ninguna manera, le dije, pero no me acordé más hasta ayer, que salí a dar un
paseo y sin pensarlo me metí por esas callecitas estrechas del barrio viejo que
huelen a humedad y en una de las revueltas allí estaba la tienda, a cuatro
pasos, quise darme la vuelta pero en vez de irme me quedé mirando el escaparate
que tenía tres dedos de polvo, una confusión de cacharros viejos, candelabros
herrumbrosos y una extraña escafandra de buzo abollada y mohosa, y mientras yo
miraba, desde el fondo de la tienda se distinguía un reflejo de luz amarillenta
y desmayada y entonces comencé a ver vibrar las lámparas a través del
polvoriento escaparate y otra vez se rompían los cristales de colores, te lo
juro, y por debajo de la puerta salió un vientecillo caliente que arremolinó
hojas y polvo en torno a mis pies, avancé hacia la puerta y aunque el cerrojo
parecía echado se abrió y comencé a caminar bajo la lluvia de cristalitos hacia
donde brillaba esa luz amarilla mortecina, desde un cuarto con la puerta
entornada, empujé y allí mismo estaba el judío encorvado frente a una mesa,
arreglando un viejo reloj que marcaba las cuatro y veinte aunque yo estaba
segura que pasaban de las ocho, por un momento me quedé quieta en el umbral
mirando al judío que limaba y probaba una y otra vez pequeñas piecitas del
tamaño de una uña, estuvo limando y probando un buen rato mientras detrás de mí
las lámparas se hacían añicos y yo necesitaba decirle que parase toda aquella
demostración porque sentía un no sé qué de pena por aquellas lámparas tan
bonitas, pero no podía hablar y entonces sentí calor mucho calor y me quité el
abrigo, lo posé sobre una silla de madera que se derrumbó con un estrépito de
cristales y como seguía teniendo calor dejé caer sobre el derrumbe también la
chaqueta, la camisa, los pantalones y la ropa interior y me quedé allí quieta
desnuda y, mientras tanto, el judío con sus piecitas limando y probando y
entonces caí en la cuenta de que ya no estallaban más cristales ni las lámparas
vibraban y de que el polvo del suelo había hecho un montón sobre mis pies, que
no se podían ver, enterrados en el polvo como si hubiese echado raíces y
entonces el judío terminó de colocar sus piecitas en el reloj, le dió cuerda y
lo observó durante un rato y yo también pero aun eran las cuatro y veinte y yo
allí desnuda y quieta, hasta que muchas horas después, cuando aun eran las
cuatro y veinte, el judío alzó la cabeza, levantó sus ojos salvajes dorados y
verdes y me miró.
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