Autora: MARTA MUÑIZ RUEDA
La noche derramaba sobre el asfalto las últimas gotas de lluvia que resisten
indemnes la luz de las luciérnagas.
Bajo la marquesina, escuchando el rítmico runrún del
aguacero, sus últimos acordes, envuelta en el mismo abrigo viejo que me
amortajaba desde hacía seis años, pensaba en el futuro incierto que desfilaba
con orgullo ante mis ojos, compatriota del llanto de todas mis mentiras.
Saboreando el último trago amargo de todos los relojes,
creyendo que la vida asesina utopías, barajaba entregarme con inmensa dulzura a
un sueño eterno, rosa y definitivo,
esperando ese autobús que nunca llegaría.
Contemplaba sonámbula los faros de los coches, que se
difuminaban en mi mente confusa.
Nada importaba entonces y nada importa ahora. No soy
protagonista en la vida de nadie.
La soledad es dueña de todas las esquinas.
Un chico delgado, lóbrego como un cisne a punto de expirar en su último
canto, se sentó a mi lado. Me miró a los ojos. Intensa, ciegamente. Yo cerré
los míos, como quien le niega un acceso a su última esperanza, la que puede
salvarle.
Me dio la mano. Sentí su calor abrigando el frío
helado de mis venas, el sufrimiento trémulo que arañaba mis sienes. Sentí su
paz anestesiando mi locura.
Acarició mi rostro, secó todas mis lágrimas con sus
dedos de luna.
El silencio se hizo oscuridad. El silencio abrigaba
nuestros corazones y al fin pude dormir sin sentir taquicardia ni esa desazón
crónica que cohabita conmigo.
La piedad puede ser muy poderosa si sabe ser humilde.
Permanecimos unidos un tiempo inexacto, una
eternidad imprecisa.
Sólo sé que, al abrir los ojos, el sol me iluminaba.
El amanecer deslumbrante anticipaba un día lleno de esplendor, como si mi
pasado nunca hubiese existido.
Le busqué sin tregua, como si en él viviesen todas
las primaveras.
Ya no estaba en el banco ni en las aceras, ni pude
ver su sombra perdida en el jardín.
Tras las ventanas de la clínica me miraba con sus
ojos de luz. Me lanzó un beso que aún flota en el aire, impulsando en su vuelo
a una mariposa. Me regaló sus alas para poder volar.
Nunca podré entender cómo puede un ángel vivir
encarcelado.
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