Autora: ESPERANZA DE LOS REYES AGUILAR
Hoy estoy aquí para
confesarme.
Mi primera obra fue un plagio.
Cierto es que aún no tenía yo los 7 años. Lo que sí tenía era una de esas magníficas maestras que nunca te decían lo que no eres capaz de hacer a esa edad. Por tanto, como nunca nos dijo que aún no deberíamos poder escribir historias, nosotros las escribíamos. No me enteré hasta mucho más tarde que esa no era una actividad apropiada para nuestro estadio de aprendizaje. Bendita sea esa maestra.
Pedagogías aparte, retomo mi confesión. Esta docente (que me tocó en suerte) nos mandó, un día cualquiera, como tarea, escribir un cuento.
Yo me vi acorralada, me quedé en blanco ante la cuartilla de líneas azules. La silla, avejentada y de ese verde escolar que todos conocemos, me parecía más incómoda que de costumbre. El miedo a decepcionar ya me perseguía desde temprano.
Vale, puede que yo haya construido un poco sobre este recuerdo, pero puedo jurar que la desazón me atenazaba, aunque yo no supiera aun ni pronunciar estas palabras.
De tal modo que ahí estaba yo: “¿Qué escribo? ¿Qué?”. El tiempo pasaba, y estaba segura del desastre aunque todavía no leía del todo bien las manillas del reloj (problema este, reflejo de mi zurdez que se haría crónica y casi ética). No terminaría la tarea. ¡Horror de horrores!
Así que, en mi desespero, recordé la colección de cuentos que, por Navidad, me había regalado mi tía. Una tía a la que yo apenas recordaba con anterioridad por no sé qué disputa que había mantenido con mis padres hasta entonces. Otra bendita esta señora, que me regalo mis primeros libros propios.
Y caí, caí en usar una de las historias de esos libros. Y me dirán que era una niña, que no lo hice conscientemente, pero, ¡ah!, se equivocan. Tenía plena conciencia de lo que estaba haciendo. Prueba de ello es que escogí un cuento que casi nadie conocía para que no me pillasen.
Ya casi no recuerdo nada de esa historia. Solo la descripción del personaje principal. Se trataba de una princesa (a mi yo adulto le hubiera encantado que no fuera así, pero sí, era una princesa), la cual vivía escondida con sus tesoros. Sus cabellos eran de puro oro, tenía una cama de arcoíris, un espejo de luna llena, bebía el agua que todo lo curaba… vamos, un partidazo para el príncipe que la encontrara. Recuerdo bien esta parte del cuento por un motivo: me pareció excesiva ya a esa edad, así que la suavicé. Le quité un par de animales encantados y algún que otro vestido de diamantes.
Mi profesora me felicitó por mi gran inventiva (¡Ay! ¡Tierra, trágame!), aunque me dijo que había exagerado un poco esa parte. ¡Qué poco podía imaginarse ella que lo desmesurado de la descripción le correspondía a otro y no a mí! Sí, Fijaos. Me indigné por no poder decirle que yo también lo había advertido y que lo había pulido en consecuencia. En parte me creía mejor que aquel a quien plagié. Así es la vanidad humana.
Exageraciones y excesos literarios aparte, comencé a tener fama de escribir más o menos bien para mi edad. Se corrió la voz y ya no tuve valor para explicarles que aquel cuento fue una mentira. Eso sí, tampoco nunca volví a utilizar la historia de otro.
A partir de ahí, me hacían escribir siempre y cuando había una oportunidad, mis profesores les enseñaban mis relatos a otros maestros, me hicieron presentarme a pequeños concursos y a la revista escolar. Se convirtió en mi identidad. Era la niña que escribía cuentos. Mejor o peor, pero escribía y eso se convirtió en parte de mi identidad. Me llevó a un futuro, entonces solo posible, que es mi yo actual.
¿De un mal nació un bien? No estoy segura. Solo sé que llevo toda la vida pensando que, probablemente, en aquel momento, en aquella clase, no plagié un cuento, plagié una vida que no era, en realidad, la mía.
Mi primera obra fue un plagio.
Cierto es que aún no tenía yo los 7 años. Lo que sí tenía era una de esas magníficas maestras que nunca te decían lo que no eres capaz de hacer a esa edad. Por tanto, como nunca nos dijo que aún no deberíamos poder escribir historias, nosotros las escribíamos. No me enteré hasta mucho más tarde que esa no era una actividad apropiada para nuestro estadio de aprendizaje. Bendita sea esa maestra.
Pedagogías aparte, retomo mi confesión. Esta docente (que me tocó en suerte) nos mandó, un día cualquiera, como tarea, escribir un cuento.
Yo me vi acorralada, me quedé en blanco ante la cuartilla de líneas azules. La silla, avejentada y de ese verde escolar que todos conocemos, me parecía más incómoda que de costumbre. El miedo a decepcionar ya me perseguía desde temprano.
Vale, puede que yo haya construido un poco sobre este recuerdo, pero puedo jurar que la desazón me atenazaba, aunque yo no supiera aun ni pronunciar estas palabras.
De tal modo que ahí estaba yo: “¿Qué escribo? ¿Qué?”. El tiempo pasaba, y estaba segura del desastre aunque todavía no leía del todo bien las manillas del reloj (problema este, reflejo de mi zurdez que se haría crónica y casi ética). No terminaría la tarea. ¡Horror de horrores!
Así que, en mi desespero, recordé la colección de cuentos que, por Navidad, me había regalado mi tía. Una tía a la que yo apenas recordaba con anterioridad por no sé qué disputa que había mantenido con mis padres hasta entonces. Otra bendita esta señora, que me regalo mis primeros libros propios.
Y caí, caí en usar una de las historias de esos libros. Y me dirán que era una niña, que no lo hice conscientemente, pero, ¡ah!, se equivocan. Tenía plena conciencia de lo que estaba haciendo. Prueba de ello es que escogí un cuento que casi nadie conocía para que no me pillasen.
Ya casi no recuerdo nada de esa historia. Solo la descripción del personaje principal. Se trataba de una princesa (a mi yo adulto le hubiera encantado que no fuera así, pero sí, era una princesa), la cual vivía escondida con sus tesoros. Sus cabellos eran de puro oro, tenía una cama de arcoíris, un espejo de luna llena, bebía el agua que todo lo curaba… vamos, un partidazo para el príncipe que la encontrara. Recuerdo bien esta parte del cuento por un motivo: me pareció excesiva ya a esa edad, así que la suavicé. Le quité un par de animales encantados y algún que otro vestido de diamantes.
Mi profesora me felicitó por mi gran inventiva (¡Ay! ¡Tierra, trágame!), aunque me dijo que había exagerado un poco esa parte. ¡Qué poco podía imaginarse ella que lo desmesurado de la descripción le correspondía a otro y no a mí! Sí, Fijaos. Me indigné por no poder decirle que yo también lo había advertido y que lo había pulido en consecuencia. En parte me creía mejor que aquel a quien plagié. Así es la vanidad humana.
Exageraciones y excesos literarios aparte, comencé a tener fama de escribir más o menos bien para mi edad. Se corrió la voz y ya no tuve valor para explicarles que aquel cuento fue una mentira. Eso sí, tampoco nunca volví a utilizar la historia de otro.
A partir de ahí, me hacían escribir siempre y cuando había una oportunidad, mis profesores les enseñaban mis relatos a otros maestros, me hicieron presentarme a pequeños concursos y a la revista escolar. Se convirtió en mi identidad. Era la niña que escribía cuentos. Mejor o peor, pero escribía y eso se convirtió en parte de mi identidad. Me llevó a un futuro, entonces solo posible, que es mi yo actual.
¿De un mal nació un bien? No estoy segura. Solo sé que llevo toda la vida pensando que, probablemente, en aquel momento, en aquella clase, no plagié un cuento, plagié una vida que no era, en realidad, la mía.
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