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martes, 16 de junio de 2015

ANSIA. ( Marta Muñiz Rueda)



Este relato de MARTA MUÑIZ RUEDA, ha sido el elegido por la fotógrafa MAR MIRANTES, como el que mejor interpretaba el "alma" de su fotografía entre los presentados al apartado "Poniendo Historias" (mes de junio), en la página de facebook "Cuento Cuentos Contigo", 



Fotografía de MAR MIRANTES
Relato de MARTA MUÑIZ RUEDA

Volvió a casa rota, como todos los viernes. Llegaba agotada de su intensa jornada en los juzgados, defendiendo causas justas e injustas, buscando alegatos e indicios que resolviesen situaciones de otros que nunca llegan a ser del todo ajenas. Lanzó los zapatos al rincón más perdido del salón de su casa. No era esta su costumbre, pero aquel viernes se sentía especialmente harta de su vida. Quería ser desordenada, dar rienda suelta a la frustración alienante que la iba consumiendo poco a poco, enfrentarse cara a cara con su ira, su decepción, su rabia… Había luchado contra los elementos: contra el mal de amores, contra el chantaje sentimental, contra la sensiblería barata y el romanticismo absurdo y cursi de un ex marido egoísta y canalla, contra el desapego de los suyos y la envidia de los otros; contra los que solo la conocían desde lejos y los que la traicionaban desde cerca…había luchado, ciertamente, contra el mal. ¿Y para qué? Todo seguía en su sitio, como siempre. El mundo parece una postal estática y girante que amenaza cambios que nunca se dan. Se preparó un gin tonic, se soltó el pelo que llevaba recogido en un moño alto tipo Audrey y la hacía parecer más alta aún de lo que era, y más delgada y mística también de lo que no era, en contra de su propio bien y de un fingido mal. En la televisión, por más que buscó en la retahíla de canales de la programación extra que había contratado, no halló nada que fuera de su interés. La invadía un desasosiego interior alarmante. Esa sensación que te corroe y hace que sientas comezón por todo el cuerpo, una comezón delirante e inabarcable que no encuentra sosiego ni bálsamo posible, una inquietud sin emulsión reparadora en el mercado de los potingues destinados a sanar el corazón. Se acercó a la ventana y sintió la fuerza magnética del claro de luna en sus párpados, su energía poderosa; era un impulso ciego lleno de vida que evocaba en su mente un mantra liberador. Nunca salía de casa durante el plenilunio. Era el secreto mejor guardado de Lúa. Nadie en su familia había vuelto a hablar del incidente, era un tema tabú. Cuando Lúa tenía ocho años, acompañó a su padre ―cazador experto― en una de sus expediciones por la montaña. Un viento frío del norte, gélido y feroz, parecía cambiar la perspectiva del paisaje. Hija y padre se perdieron en la inmensidad del bosque, a orillas del Río Luna, cerca del pantano del mismo nombre. Buscando resguardo llegaron a un punto en el que la luz blanca y resplandeciente iluminó un círculo casi perfecto, circundado por pinos y alerces, un círculo ancestral como un escenario diseñado a tenor del disfrute de los dioses. 2 Se situaron en el centro y en cuestión de segundos les cercaron siete lobos. Próspero, el padre, vio la muerte reflejada en sus colmillos y en aquellos ojos azules hirientes como témpanos. Intentaba proteger a Lúa y le cubría el rostro con sus manos. Pero Lúa, en un acto impulsivo, se encaró con los lobos. Les miró retadora o quizás compañera. Lanzó un aullido al viento. Les dejaron solos. Lo que sucedió después lo borró su memoria. Aquella noche, treinta y seis años después, sintió el mismo fuego interior. Se vistió de negro, atrapó sus largos cabellos rubios en una coleta, se subió a su land rover y volvió a la montaña, al mismo escenario en el que una noche de luna se sintió poderosa, como si fuese parte misma de la tierra por naturaleza. Llegó al claro del bosque a las doce, justo a las doce, como si obedecieran sus actos al embrujo de extraños maleficios. Se situó en el centro del círculo de límites inexactos e invisibles y esperó. Uno a uno, fueron llegando los siete lobos que de niña la veneraron. Les acarició y se postraron ante ella. Permanecieron en rasgado silencio un tiempo impreciso. Cuando las ramas de los pinos interrumpieron el sonámbulo claro de luna, Lúa se levantó y condujo a la manada al borde del abismo. Aullaron juntos hasta la extenuación. Siguiendo sus impulsos corrió junto a las fieras y se refugiaron en una cueva natural alejada del pantano, cercana a la cima de la montaña. Se despojó de su ropa, le molestaba, le sobraba. Y la extraña comezón que la había invadido horas antes en su casa se repetía ahora con más fuerza hasta hacer brotar pelo desde todos los poros de su piel, hasta volver amarillas sus pupilas y llenarse de un apetito feroz, descomunal, que la hizo perder la consciencia. A la mañana siguiente saboreó la sangre que aún sentía en su boca y una agradable sensación de saciedad y justicia alivió su herido corazón. Lúa nunca volvió a casa. Nadie volvió a verla jamás. Solo se encontraron, al pie de un precipicio, su coche con las luces encendidas y su ropa desperdigada a lo largo del sendero que conduce a las cumbres. Se barajó la hipótesis de un posible suicidio, aunque su cuerpo jamás apareció. Sin embargo, hay pastores que aseguran escuchar el aullido de una loba en cada plenilunio, en medio de los pinos. Como si llamase al mundo desde las entrañas de la tierra, invencible canto de loba inmortal.

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