Autor: FERNANDO MONTES PAZOS
Una vez consumado el clímax amoroso, Javier se retiró lentamente (poniendo sumo cuidado en no manchar la tapicería del coche con alguna gota de semen furtiva) y se dejó caer, exhausto, sobre el asiento reclinado del conductor. Esperó unos segundos a que se normalizara la respiración y el corazón moderara sus latidos. Lograda la relajación, abrió la guantera y extrajo de ella el mechero y el paquete de cigarrillos. Se colocó uno entre los labios y, antes de encenderlo, le ofreció a ella, quien negó con un leve gesto de la cabeza. Javier no pudo evitar el sentir una profunda turbación al contemplar aquel cuerpo, menudo pero absolutamente perfecto, tendido boca arriba en el asiento del acompañante, donde habían estado follando vorazmente minutos antes. Le impresionaba la blancura nívea de su piel, aún más acentuada por el resplandor plateado de la luna llena, así como los pechos perfectamente enhiestos o la melena castaña desparramándose en voluptuosos rizos por la tapicería. Pero sobre todo le impresionaba el fulgor ígneo de sus ojos de un verde singularmente intenso, como de uva recién lavada, que en aquellos momentos contemplaban la luna con una fijación hipnótica y ausente, como si la sometiera a un misterioso sortilegio. Javier sintió una mezcla de fascinación y temor al percatarse del frío brillo de aquella mirada adusta, en la que reverberaba el reflejo de las estrellas como en la superficie de un lago helado. Por fin se decidió a romper el silencio de una consistencia opaca, que amenazaba con interponerse como muro inexpugnable entre ambos:
-¿Qué
miras tan fijamente?
Por
toda respuesta, ella se estremeció levemente en el asiento e hizo un gesto vago
con la mano hacia la bóveda celeste, como si intentara abarcar la infinitud del
universo.
-¿Ves
las estrellas? Son hermosas, ¿verdad? Y, sin embargo, mienten constantemente.
Muchas de ellas están situadas a cientos o miles de años luz, lo cual significa
que lo que en realidad estamos contemplando es la huella de un resplandor
emitido hace siglos. Puede que incluso la fuente se haya extinguido sin que lo
sepamos, y que lo que estamos viendo sea, en realidad, lo más parecido a un
fantasma.
Javier
se limitó a exhalar una bocanada de humo, para disimular su desgana. Lo que
menos le apetecía era ponerse filosófico después de echar un polvo. No
obstante, como la chica lo merecía, decidió seguirle la corriente.
-También
al revés, ¿no?
Ella
lo traspasó con el bruñido acero de sus ojos verdes.
-¿Qué
quieres decir?
-Que
muchas de ellas, o la mayoría, nos sobrevivirán a nosotros. Seguirán allí,
iluminando los cielos, cuando ya no estemos.
-Hablarás
por ti, porque, lo que es yo, pienso estar siempre.
Javier
iba a soltar una débil carcajada con la que contrarrestar lo que a él se le
antojaba como un brote inocuo de humor surrealista, cuando una sensación
extraña se lo impidió: primero un sofoco, seguido de un fuerte dolor en el
pecho, parálisis del lado izquierdo del cuerpo y un repentino aumento de las
pulsaciones. Al comprender lo que le estaba ocurriendo, se quedó mirándola a ella,
con ojos suplicantes y a la vez interrogadores. La chica pareció adivinarle el
pensamiento, por lo que se dignó a contestar la silenciosa pregunta del
siguiente modo:
-Eres
muy guapo y antes me apetecía follar contigo.
Fueron
las últimas palabras que Javier alcanzara a escuchar, antes de que se hiciera
la oscuridad total. Cuando hubo terminado, ella se inclinó sobre él para
depositar un beso delicado, dotado casi de una castidad adolescente, en sus
labios.
-Créeme,
no es nada personal. Solo hago mi trabajo.
Dicho
lo cual, los refulgentes ojos verdes se transformaron en sendas oquedades
vacías, desapareció la ensortijada melena y el rostro angelical adoptó el
contorno de una fría calavera que, envuelta en un negro sudario y empuñando una
filuda guadaña que parecía salir de la nada, se apresuró a abandonar el
automóvil y comenzó a recorrer el páramo desierto, su lúgubre silueta recortada
contra el enigmático halo de la luna llena.
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