Ilustración: NURIA ANTON
Me senté en el desgastado poyo de su fachada y al recostar mi espalda en sus paredes de adobe, el viejo caserón me traspaso la calidez que los rayos de sol habían acumulado en él. Entonces y solo entonces supe que había perdonado mi deserción.
La casa familiar era grande, sin adornos ni pinturas, recia como sus moradores y al igual que ellos, con un alma que la hacía única. Ella escuchó mis primeros llantos, gozó con mis primeras risas, y sintió mis primeros pasos. Fui su niña, su única niña, en años y años de trastear con hombres serios y niños destinados a ser hombres serios. Fui su consentida, y yo me sentí en ella y por ella, protegida y mimada.
Sin embargo, mis dieciocho años se sintieron prisioneros en aquellas llanuras abiertas y comprobaron de golpe la sensación claustrofóbica que pueden dar los espacios sin límites. No bastaban ya mis mundos imaginados, no llenaban huecos las heroínas inventadas ni las historias acumuladas durante años en mis cuadernos. Necesitaba ver, saber, sentir, contar, contar todo aquello que tenía escrito dentro, y que las contracciones de mi alma, empujaban como parto inevitable. Aquella línea recta del infinito que había alimentado mis fantasías infantiles, se fue haciendo cada vez más nítida y no pude demorar más, el deseo de traspasarla.
Ni el lugar, ni el tiempo, ni los sentimientos jugaron a mi favor. Mi tierra, pobre pero orgullosa, no estaba acostumbrada al abandono. La gente, su gente, se quedaba para cuidarla, ella a cambió les alimentaba y formaban un pacto, un mudo y eterno pacto. Mis hermanos, mi padre, su padre y el padre de su padre lo firmaron. Yo deseché coacciones, desoí súplicas, rechacé promesas, olvidé obligaciones, y encerré privilegios de única y pequeña hermana. Supe que mi deseo, dolería, dolería mucho, y que solo el tiempo, me traería en sobre cerrado, el resultado de mi rebeldía.
La última mañana antes de cerrar la puerta, me empapé del olor a humo de paja y leña que se escondía en la hornera y guardé para siempre en mi memoria, el aroma que deja el pan recién hecho. Luché contra el miedo de quien huye. Aceleré mi paso intuyendo que dejaba en su estela parte de mi inocencia, y ralenticé mi corazón temeroso de que las emociones pudieran conmigo. Por eso tomé mi deseo como brújula y dirigí mis pasos al punto que marcaba el infinito. Solo yo. Solo mis cuadernos. Solo mis penas.
Traspasé aquella línea del horizonte que había sido mi frontera, deseosa de empaparme con tierras y hombres. Conocí montañas tan altas, que se comían el sol perenne de mis llanuras, pero que me ofrecían a cambio, merengue de nieve para mitigar mis miedos. Conocí mares eternos, azules, negros y verdes que mecieron mis lágrimas, y refrescaron mi alma. Viajé hasta lugares donde la fantasía se hace reina. Conocí la acogida, y el rechazo. Me amaron, me odiaron. Recordé. ¿Me recordaron?
Cuando mis ansias por respirar, recuperaron su ritmo. Elegí un punto amplio, un gemelo verde de mi adorado y seco llano, para aprender, para saber, para vivir, para soñar y para escribir lo vivido y lo soñado.
Comencé con la ilusión, las ganas y la fuerza de quien le va en ello la necesidad de confirmar sus decisiones, pero como un regulador de intensidades, la vida me fue frenando y enseñando la justa medida del deseo. Me enseñó a controlar mis prisas y a controlar mis miedos; a saber el valor del poco a poco para apreciar lo conseguido; me hizo fuerte para seguir por mi camino y bordear los puntos y apartes que suponen los miedos de los demás.
Pero sobre todo las cosas, la vida me dio el don de poder guardar los recuerdos y yo agradecida por ello, los fui metiendo en mis mundos inventados; en uno pinte aquél paisaje infinito, en otro el sol abrasador y las heladas hirientes; en muchos mi gente llana, y en todos, algún pedacito de mi viejo caserón
Hoy, sentada en su desgastado poyo, él me devuelve su calor y la parte del alma que se negó a abandonarle, para sellar juntos, el eterno y mudo pacto.
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