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miércoles, 30 de septiembre de 2015

VIDA HIPOTECADA (Autor: JUAN CARLOS GARCÍA CRESPO)




Este relato fue escrito por su autor para la sección de cuento cuentos contigo "poniendo historias" del mes de septiembre de 2.015, correspondiente a la fotografía de Jesus Mª Rodriguez


No recuerdo que edad tenía, solo tengo un vago recuerdo, como un flash-back que mi cerebro no es capaz de recomponer. Quizás solo fue un sueño. Desde bien pequeño me enseñaron que el dinero no lo es todo, que hay prioridades. La familia sí es importante me decían mientras mi padre se pasaba el día fuera de casa, trabajando para darnos de comer y comprarnos ropa. Apenas le veíamos. La     salud también es importante me dijeron. Y yo veía a mi abuelo gastando su dinero en medicamentos por no sé qué enfermedad. "La amistad, la felicidad, la sonrisa, el amor, un beso, los pequeños      momentos son más importantes que todo el dinero del mundo", me explico mi madre un día en que se negaron a comprarme un juguete que todos mis amigos tenían. Yo lloraba quejándome de que     éramos pobres.
—  Vivimos con el dinero justo, jamás seremos pobres de amor — mi madre y sus              retahílas. Así un día mi tío, el que vive en tierras bañezanas, apareció con un cerdito.
­­­­            — De Jiménez, lo compré en Jiménez. De los mejores del mundo — me decía todo              orgulloso, como si eso significara algo para mí. No era más que una hucha de barro con un solo      agujero para meter monedas, billetes y algún que otro tesoro que entrara por la ranura. Un adorno   que aprendí a  respetar, a adorar y a coleccionar. La estantería de mi habitación fue acumulando una piara de huchas con mi dinero enjaulado, como los animales de un zoo que puedes ver de lejos y no tocar para que no te den una dentellada. Un dinero que poco a poco me fue corroyendo y atrapando en sus garras igual que un feroz león.
            — Es una hucha para que guardes tu dinero y así cuando seas mayor tengas unos ahorros — mi padre siempre nos aconsejaba guardar para cuando no haya.
— ¿Y qué pasa si me muero antes de ser mayor? ¿Quién gastara mi dinero? — blanco se     quedó mi padre.
— No digas eso nunca, hijo.
— Papá si la felicidad es más importante que el dinero, ¿por qué en vez de regalarme una    hucha no me enseñas a ser feliz? ¿Por qué no me enseñas a tener esos pequeños momentos? ¿Por    qué no pasas más tiempo conmigo?
Se quedó sin palabras, sin color, sin vida y sin respuestas. Algo dentro de su cuerpo se apagó y por un momento se convirtió en un ser tan menudo como yo. Su mirada carecía de sentido y enseguida de sus pupilas comenzaron a brotar lágrimas. Pasados unos segundos eternos me acarició la mejilla, suavemente, con su mano temblorosa, mientras parecía buscar un argumento coherente. Lloraba,    por primera y única vez vi a mi padre llorar. Tan grande y fuerte que era y de repente tan menudo y frágil ante mi inocente pregunta. Se sonó los mocos, se limpio los ojos con el dorso de la mano y     siguió con la mirada perdida, encorvado como nunca le había visto.
— No lo sé hijo, no lo sé — balbuceo cuando por fin pudo —. No tengo ni idea de cómo ser feliz sin el maldito dinero — sollozaba —. Yo soy feliz al llegar a casa y veros un ratito. El resto del día trabajo para que vosotros seáis felices.
— Pero papá, nosotros seriamos más felices si tu estuvierais aquí — me abrazó como pudo con su cuerpo tembloroso, me beso con fuerza y me aseguro que ahora no pero que cuando fuera   mayor lo entendería.
Y vaya que sí lo entendí. Poco a poco caí prisionero en un secuestro en toda regla, totalmente legal, sin rescate posible. Un esclavo condenado de por vida.
Crecí y pude comprobar el poder que mana por las venas del adinerado. Pude ver el respeto y la      pleitesía del pobre hacia el próspero, la ignorancia del humilde y la obstinación del rico por poseer más y más.
Coteje los beneficios de la felicidad y la utilidad del dinero mientras cientos de familias eran echadas de sus casas a patadas. Intuí que el dinero no lo es todo cuando vi a mis vecinos buscar       comida en la basura y a una o dos personas durmiendo en cada cajero automático de esta ciudad y   de este banco. Vaya paradoja, tanto dinero dentro y tanta gente a sus puertas arruinada, durmiendo en un colchón nada saludable, vacío de esperanza, fuerza y seguridad. Un banco que tanto mira por el bienestar y la prosperidad de sus clientes, que ofrece duros a pesetas y sin saber cómo se convierten en pesetas a duros. Un banco que muestra en su propaganda un gran cerdito, como estos míos. Un señor cerdo para que te animes a depositar en él tu dinero. “No lo escondas en casa, engorda nuestro cerdo, aquí estará seguro, florecerá, vigilaremos tus gastos, pagaremos tus deudas, hipotecaremos tu alma. Aquí entra todo el dinero que puedas ganar en toda tu vida.”
Y un día, al igual que casi todo el mundo, caí en la trampa. Empeñe mi vida y ahora esta maldita crisis me obliga a traerle todo lo que me queda. Mi mujer y mis hijos no han querido venir pero los tiene usted en casa esperándole, son suyos también.
— Señor García, no sé porque me cuenta esto, hágame el favor de retirar toda esta mierda de aquí. No me interesa su vida.
— ¿Mierda? ¿Llama usted mierda a mi colección de cerditos? Mire, escuche — le dije al     director sopesando y agitando una de las huchas —. Vamos cójalo — le ofrecí — Están llenos de  monedas. Llenos de ilusión, de sueños, de futuro. Sí, rebosantes de mierda, si así lo prefiere.           Cuando los rompan aún encontraran pesetas de las antiguas, alguna puede que incluso valga más    que el traje que lleva puesto.
— Hay unos protocolos que seguir. Le juro que he revisado su caso y he hecho lo imposible por ayudarle — mintió —. Serán desahuciados un feliz mARTEs.
Mientras le soltaba toda la rabia y mi impotencia al director del famoso banco me fui desnudando,  poco a poco, como un striptease. Su cara de desconcierto, mezcla de ofensa y estupor, solo hizo que animarme. Lancé mi ropa sobre los papeles de su mesa.
    ¡Señor García! — gritó — llamare a la policía.
Me quité los calzoncillos, lo único que me quedaba. Se los arroje a la cara lo mismo que le arroje   mis últimas palabras.
    Aquí tiene usted los ahorros de toda mi vida. Aquí le dejó mi ropa, las llaves de mi casa, ahora ya suya, las llaves del coche, la cartilla del banco y el libro de familia. Aquí tiene mi vergüenza, mi orgullo y la botella de whisky que me he bebido. Pero por favor        — supliqué —, devuélvanme ustedes mi vida.

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