Este relato fue escrito por su autor para la sección de cuento cuentos contigo "poniendo historias" del mes de septiembre de 2.015, correspondiente a la fotografía de Jesus Mª Rodriguez
No
recuerdo que edad tenía, solo tengo un vago recuerdo, como un flash-back que mi
cerebro no es capaz de recomponer. Quizás solo fue un sueño. Desde bien pequeño
me enseñaron que el dinero no lo es todo, que hay prioridades. La familia sí es
importante me decían mientras mi padre se pasaba el día fuera de casa,
trabajando para darnos de comer y comprarnos ropa. Apenas le veíamos. La salud también es importante me dijeron. Y
yo veía a mi abuelo gastando su dinero en medicamentos por no sé qué
enfermedad. "La amistad, la felicidad, la sonrisa, el amor, un beso, los
pequeños momentos son más
importantes que todo el dinero del mundo", me explico mi madre un día en
que se negaron a comprarme un juguete que todos mis amigos tenían. Yo lloraba quejándome
de que éramos pobres.
— Vivimos con el dinero justo, jamás
seremos pobres de amor — mi madre y sus retahílas. Así un día mi tío, el
que vive en tierras bañezanas, apareció con un cerdito.
— De Jiménez, lo compré en Jiménez.
De los mejores del mundo — me decía todo orgulloso, como si eso significara
algo para mí. No era más que una hucha de barro con un solo agujero para meter monedas, billetes y algún
que otro tesoro que entrara por la ranura. Un adorno que aprendí a respetar, a adorar y a coleccionar. La
estantería de mi habitación fue acumulando una piara de huchas con mi dinero
enjaulado, como los animales de un zoo que puedes ver de lejos y no tocar para
que no te den una dentellada. Un dinero que poco a poco me fue corroyendo y
atrapando en sus garras igual que un feroz león.
—
Es una hucha para que guardes tu dinero y así cuando seas mayor tengas unos
ahorros — mi padre siempre nos aconsejaba guardar para cuando no haya.
— ¿Y qué pasa si me muero antes de ser mayor? ¿Quién gastara mi dinero? — blanco
se quedó mi padre.
— No digas eso nunca, hijo.
— Papá si la felicidad es más importante que el dinero, ¿por qué en vez de
regalarme una hucha no me enseñas a
ser feliz? ¿Por qué no me enseñas a tener esos pequeños momentos? ¿Por qué no pasas más tiempo conmigo?
Se quedó
sin palabras, sin color, sin vida y sin respuestas. Algo dentro de su cuerpo se
apagó y por un momento se convirtió en un ser tan menudo como yo. Su mirada
carecía de sentido y enseguida de sus pupilas comenzaron a brotar lágrimas.
Pasados unos segundos eternos me acarició la mejilla, suavemente, con su mano
temblorosa, mientras parecía buscar un argumento coherente. Lloraba, por primera y única vez vi a mi padre
llorar. Tan grande y fuerte que era y de repente tan menudo y frágil ante mi
inocente pregunta. Se sonó los mocos, se limpio los ojos con el dorso de la
mano y siguió con la mirada perdida,
encorvado como nunca le había visto.
— No lo sé hijo, no lo sé — balbuceo cuando por fin pudo —. No tengo ni
idea de cómo ser feliz sin el maldito dinero — sollozaba —. Yo soy feliz al
llegar a casa y veros un ratito. El resto del día trabajo para que vosotros seáis
felices.
— Pero papá, nosotros seriamos más felices si tu estuvierais aquí — me
abrazó como pudo con su cuerpo tembloroso, me beso con fuerza y me aseguro que
ahora no pero que cuando fuera mayor lo
entendería.
Y vaya que
sí lo entendí. Poco a poco caí prisionero en un secuestro en toda regla, totalmente
legal, sin rescate posible. Un esclavo condenado de por vida.
Crecí y
pude comprobar el poder que mana por las venas del adinerado. Pude ver el
respeto y la pleitesía del pobre
hacia el próspero, la ignorancia del humilde y la obstinación del rico por
poseer más y más.
Coteje los
beneficios de la felicidad y la utilidad del dinero mientras cientos de
familias eran echadas de sus casas a patadas. Intuí que el dinero no lo es todo
cuando vi a mis vecinos buscar comida
en la basura y a una o dos personas durmiendo en cada cajero automático de esta
ciudad y de este banco. Vaya paradoja,
tanto dinero dentro y tanta gente a sus puertas arruinada, durmiendo en un
colchón nada saludable, vacío de esperanza, fuerza y seguridad. Un banco que
tanto mira por el bienestar y la prosperidad de sus clientes, que ofrece duros
a pesetas y sin saber cómo se convierten en pesetas a duros. Un banco que muestra
en su propaganda un gran cerdito, como estos míos. Un señor cerdo para que te
animes a depositar en él tu dinero. “No lo escondas en casa, engorda nuestro
cerdo, aquí estará seguro, florecerá, vigilaremos tus gastos, pagaremos tus
deudas, hipotecaremos tu alma. Aquí entra todo el dinero que puedas ganar en
toda tu vida.”
Y un día, al
igual que casi todo el mundo, caí en la trampa. Empeñe mi vida y ahora esta
maldita crisis me obliga a traerle todo lo que me queda. Mi mujer y mis hijos
no han querido venir pero los tiene usted en casa esperándole, son suyos
también.
— Señor García, no sé porque me cuenta esto, hágame el favor de retirar
toda esta mierda de aquí. No me interesa su vida.
— ¿Mierda? ¿Llama usted mierda a mi colección de cerditos? Mire, escuche —
le dije al director sopesando y
agitando una de las huchas —. Vamos cójalo — le ofrecí — Están llenos de monedas. Llenos de ilusión, de sueños, de
futuro. Sí, rebosantes de mierda, si así lo prefiere. Cuando los rompan aún encontraran
pesetas de las antiguas, alguna puede que incluso valga más que el traje que lleva puesto.
— Hay unos protocolos que seguir. Le juro que he revisado su caso y he hecho
lo imposible por ayudarle — mintió —. Serán desahuciados un feliz mARTEs.
Mientras
le soltaba toda la rabia y mi impotencia al director del famoso banco me fui
desnudando, poco a poco, como un striptease.
Su cara de desconcierto, mezcla de ofensa y estupor, solo hizo que animarme. Lancé
mi ropa sobre los papeles de su mesa.
—
¡Señor
García! — gritó — llamare a la policía.
Me quité
los calzoncillos, lo único que me quedaba. Se los arroje a la cara lo mismo que
le arroje mis últimas palabras.
—
Aquí tiene
usted los ahorros de toda mi vida. Aquí le dejó mi ropa, las llaves de mi casa,
ahora ya suya, las llaves del coche, la cartilla del banco y el libro de
familia. Aquí tiene mi vergüenza, mi orgullo y la botella de whisky que me he
bebido. Pero por favor — supliqué —, devuélvanme ustedes mi vida.
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