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lunes, 26 de octubre de 2015

"EL ULTIMO SENDERO" (Autor:LUIS FERNANDO GONZALEZ)



Las campanas sonaban a lo lejos con el sonido lento y monótono propio de los funerales, primero la campana pequeña con un "tin" agudo y sonoro y, antes de que se apagara su eco, sonaba el "tan" grave y profundo de la campana grande, una campana romana con inscripciones en el exterior y un badajo más nuevo porque el suyo dicen que lo robaron no se sabía cuándo. Antonio las escuchaba mientras paseaba por el pequeño bosque de chopos a la orilla del río, las oía y no podía dejar de pensar que pronto sonarían también por él.
            Muchos días por la tarde, Antonio se acercaba hasta ese bosquecillo a pasear, le gustaba la soledad que allí había y el silencio que encontraba, solamente roto de vez en cuando por el canto de alguno de los muchos pájaros que anidaban entre la maleza de la orilla, zarceros, ruiseñores, mirlos y de vez en cuando el débil silbido de un pájaro moscón que tendría cerca su nido hecho como de algodón; pero por encima de todos ellos se podía oír el graznido del grajo que paseaba su negra figura entre las ramas de los ya casi desnudos árboles.
            ¬ Nadie interpreta como ellos -se decía-, llevan las partituras que ha compuesto la naturaleza para cada uno y las ejecutan sin dificultad, ¡qué maravilla!. No son como esos inútiles de la orquesta que se niegan a interpretar mis composiciones porque les parecen ridículas, como hoy por ejemplo, un entierro y en la iglesia no me han dejado que interprete el  requiem que compuse hace años, ¡pues allá ellos!.
            Antonio seguía paseando y mientras caminaba tarareaba entre dientes las notas del requiem. “Requiem aeternam dona eis Domine”. Lo había compuesto en memoria de su difunta esposa y lo recordaba tal y como era ella, callada, con una melodía que fuera entre piano y pianísimo, compuesta casi más para una orquesta de cámara que para una gran orquesta sinfónica, y que curiosamente, lo había descrito, como la sombra que produce un objeto con la luz del sol poniente, como esa luz dorada que ahora le rodeaba entre las alargadas sombras de los árboles, entre las que, quien sabe si no se encontraría el espíritu de su amada.
            La oscuridad se apoderaba poco a poco de la débil luz del atardecer, los sonidos de pájaros, ranas e insectos que hasta entonces había estado escuchando, fueron cambiando de intensidad y colorido dando paso a los sonidos de grillos, sapos y lechuzas más propios de la noche. Antonio, seguía caminando adentrándose cada vez más en la profunda arboleda, no se había percatado de la creciente oscuridad hasta que la humedad que provenía del río provocó que un escalofrío recorriera todo su cuerpo haciéndole despertar de los recuerdos en que se encontraba.
    Entre esos recuerdos pensaba en su desaparecida esposa y se acordaba de los primeros momentos que estuvo con ella; su timidez, su rubor, su torpeza al hablar y el deseo casi irrefrenable de declararle su amor. No lo hizo, se calló como siempre y se dijo a si mismo que ya lo haría otro día; pero ese día nunca llegó, tuvo que ser ella quien una noche de vuelta a casa le mirase a los ojos y sin mediar palabra le diera un beso en los labios. Esa fue la mejor garantía de su amor eterno, un amor fuerte a la vez que frágil y delicado por su inmadurez, nunca lo había sentido de esa manera, las mujeres de las que hasta entonces se había enamorado no tenían nada que ver con ella, ella era especial y fue el motivo de inspiración de muchas de sus composiciones. Pero ahora ya no estaba, sólo le quedaba el recuerdo de su mirada, de sus palabras, de su felicidad con ella, y por eso, era un recuerdo que rechazaba pues sólo le producía un dolor intenso. La gente, por lo general, huye de sus penas hacia el futuro. Se imaginan en el paso del tiempo, una línea más allá de la cual sus penas actuales dejarán de existir. Pero Antonio no veía ante sí líneas como ésas, lo único que puede consolarle es mirar hacia atrás. Muchas veces nos engañamos diciendo que recordar es bonito y que nos produce felicidad pues se viven  nuevamente los acontecimientos que nos han gustado y emocionado, pero Antonio sabía perfectamente que esa felicidad de los recuerdos era vana e inútil, que por mucho que recordase nada podría rellenar ese vacío que sentía en su alma y que también quería dejar en su memoria. Quería el olvido, pero sólo para no sufrir, ahora la quería ver en cosas reales no en su imaginación, en cosas como el requiem que había compuesto o quizá, ¿qué cosa más real?, con su compañía en la muerte.
            ¬ ¡Oh sí, la muerte! El eterno descanso, mal que por muchos es odiado pero que ahora en mí es deseado. La muerte es fundirse con todo, el no ser más y ser a la vez todo.
            La noche se había apoderado ya de la arboleda, en el cielo un manto de estrellas acompañaba tímidamente a una luna en menguante que apenas iluminaba el suelo revestido de la alfombra otoñal que es la hojarasca. Antonio seguía caminando, sus pasos recorrían un sendero imaginario que no tenía ni principio ni fin, un sendero que mil veces había recorrido con su imaginación pero que esta era la primera vez que lo pisaba, y lo hacía con gusto, con el placer del reo que recorre su último trecho hasta el cadalso fijándose en todo, percibiendo hasta el más nimio detalle sabedor de que quizá sea su definitiva visión de la realidad. El condenado tiene suerte pues si la angustia y el terror no le nublan la consciencia, puede disfrutar de ese mundo que le rodea y que pronto se fundirá con él. No así el que muere de repente, quien no ha podido saborear con todo el placer que le hubiera gustado su último instante. A Antonio le ocurría lo mismo, percibía en sus sentidos los aromas de la ribera, el frescor, casi gélido en la noche, de la arboleda; la oscuridad penetrante y débilmente apercibida en la visión de árboles y tocones muertos, que resultaban fantasmales a esa hora; pero sobre todo, se complacía con un gusto especial en escuchar los sonidos que le rodeaban, los oía y se regocijaba como si él los hubiera puesto ahí, se fijaba en la naturaleza, el sonido del viento que casi resultaba imperceptible y el débil chasquido de las hojas bajo sus pasos.
            No deseaba regresar, se sentía a gusto a pesar del frío, en medio de la noche en completa soledad, una soledad a la que habían condenado las demás gentes y que desde la muerte de ella era aún mayor. No quería regresar a su casa, vacía ahora, donde lo encontraría todo tal y como lo había dejado y no con el orden y la perfección con la que estaba acostumbrado a que ella se lo dejase todo. Encontraría el libro abierto por la página que estaba leyendo y que nunca terminaría, las partituras revueltas encima de la mesa amplia del comedor; y algunos de sus discos más queridos, la 9ª sinfonía de Schubert, la 1ª de Brahms, la 3ª de Mahler (auténtico canto a la naturaleza), revueltos en las estanterías o sobre la pequeña mesa del salón. Muchas veces le preguntaron por qué entre sus obras preferidas no había ninguna de las consideradas contemporáneas, pero él siempre decía que era un amante de la belleza, y que las obras contemporáneas, aunque las reconocía como buenas composiciones, no las tenía como bellas ni hermosas y rechazaba autores como Shostakovich, Schönberg o Halfter
            Se sentó en el suelo, apoyado contra un árbol caido miró al cielo y le pareció ver que las estrellas se encontraban ese día más cerca que nunca. Cerró los ojos, el silencio se hizo por completo, ya no sentía el viento, ni los grillos, ni el sonido de las hojas secas, ni siquiera el frío del suelo humedo donde se había sentado, sólo sintió como su cuerpo empezaba a formar parte de esa naturaleza y que su alma se le escapaba mezclándose con la música del cosmos. Ahora ya sabía como debía componer, había descubierto el secreto de la música.

Requiem aeternam dona eis Domine
et lux perpetua luceat eis.
Te decet hymnus Deus in Sion
et tibi reddetur votum in Jerusalem.

            

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