Pocas veces suelo ir a la casa de mi abuela, no por falta de ganas, si por mí fuera viajaría hasta allí todos los fines de semana, pero la distancia que hay que recorrer para llegar a ese caserón perdido en medio de la nada es demasiado grande.
La casa de mi abuela es una casa especial, está encima de una
pequeña colina y rodeada de los bosques más inmensos y verdes que uno se pueda
imaginar. Nada más abrir una ventana o la puerta de la calle, te inunda una
gran masa de luz que acompañada de una fresca ráfaga del viento es lo mejor
para despertar. Muchas veces ese viento viene perfumado por el olor de las
muchas flores que la abuela tiene plantadas alrededor de la casa, pero otras
veces, en el otoño o en días fríos de invierno, los olores proceden del bosque
y se perciben con todo detalle las hojas secas, las setas tempranas y la
humedad.
Lo recuerdo muy bien de cuando era pequeña, pasé una larga
temporada en aquella casa y fueron los días más felices de mi vida. Me
levantaba por la mañana y al abrir la ventana percibía la fragancia de las
flores que se mezclaba con el olor de las tostadas que la abuela hacía todos
los días en el horno junto con el pan. Como me rugían las tripas nada más
levantar, luego iba corriendo a la cocina, el lugar más bonito de la casa con
su lámpara que imitaba a un planeta que se encendía al anochecer, y sin esperar
a mis hermanos que eran unos dormilones, me ponía a desayunar. Mi abuela
siempre me reñía porque no debía comer tan rápido, pero yo le sonreía y le
decía que no lo volvería a hacer. Qué pena que al día siguiente se me olvidaba
y volvía a desayunar con la misma rapidez.
Salir de casa era arriesgado y había que tomar precauciones, nos
lo habían enseñado desde pequeños y mi abuela, siempre muy seria, proponía
castigos muy duros si alguna vez no le hacíamos caso. Al abrir la puerta había
que mirar a todos lados, al bosque y también al cielo. Siembre podía haber algún
zorro, un lobo o algún animal extraño que nos pudiera comer. Y no era ninguna
broma, no. Recuerdo el día que vino mi abuelo corriendo y saltando
todo lo que podía porque un zorro se había metido con él, pasó un momento muy
agitado, pero al poco rato se le pasó.
Yo no tengo miedo y por eso me gustaba salir, abrir con cuidado la
verja sin dejar que hiciera ruido y adentrarme en el bosque donde podía vivir
aventuras impresionantes. Como la de aquél día que saltando por el sendero
principal me encontré con un inmenso ciervo con grandes cornamentas que le
servían para luchar. O aquél otro día que me crucé con un tejón de largas uñas
que tenía para escavar. Los animales grandes me gustaban, pero lo que realmente
me fascinaba era el canto de los pájaros. Los veía saltando de rama en rama
llenos de sonidos con colores y que, con el paso del tiempo y algunas
explicaciones de mi abuelo, los conseguí diferenciar. Por eso sabía que no son
lo mismo un cuervo negro y grandote, que una urraca blanquinegra y enclenque,
aunque sean de la misma familia.
Con las orejas tan largas que tenemos escuchamos hasta el último
silbido, por eso escuchar a los más pequeños era lo más divertido. El
petirrojo, el herrerillo, el carbonero y el mirlo, todos con su melodía
diferente. ¡Qué placer era regresar a casa con todos esos sonidos dentro de la
cabeza y saber que la abuela te estaba esperando con su delantal de lunares
rojos!
Ahora vivo en la ciudad con otros conejos felices, pero a veces
siento nostalgia y me gusta recordar los años que viví en casa de mi abuela
donde a la entrada no había un cartel que dijera “Home sweet home” como en
otras casas, la nuestra era especial y el cartel más grande que adornaba la
estancia principal decía “I love conejitos”.
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