Al filo de la media noche Julián soltó una imprecación y
maldijo la hora en que decidió bajar al pueblo. Todo por culpa del condenado
vicio del tabaco. Podía haberse quedado en la casa esperando tranquilamente la
llegada del día, descabezando un sueño ya que no podría escribir. Eso seguro.
Julián se sabía incapaz de hilar una sola frase sin fumar. El cigarrillo en una
mano y el vaso de whisky sobre su mesa de trabajo ya fuera ésta la de su estudio
en la ciudad o la mesa de pino basto que le servía de apoyo en la cocina de
aquella cabaña perdida en la montaña. El whisky casi ni lo probaba. No le
gustaba su sabor pero formaba parte del rito de la creación desde que decidió
ser escritor a los 17 años. El alcohol le proporcionó entonces una sensación de
hombría y seguridad en sí mismo imprescindible para su vacilante carácter
recién salido de la adolescencia.
La luna que un par de horas antes había iluminado la senda
que bajaba al valle hacía resplandecer la nieve colgada de ramas y arbustos
formando un escenario fantasmagórico propicio a fábulas y cuentos de miedo.
“Es año de lobos” le habían dicho los hombres en la cantina.
Los aldeanos se disputaban unos a otros la veracidad de los
sucesos que contaban.
“Noche de lobos…, noche de lobos es ésta”, afirmó el más viejo
con la convicción que da la experiencia. “Mala noche escogiste tú, muchacho,
para dejar el refugio”.
A Julián le sorprendió la ventisca cuando caminaba de
regreso. Cegado por el torbellino de los pequeñas copos tropezó en una rama que
apenas sobresalía de la nieve y cayó al suelo. Tras unos instantes de conmoción
sacudió la cabeza e intentó incorporarse. Entonces los vio.
Dos topacios salvajes brillaban en la oscuridad. Eran unos
ojos que se movían entre los arbustos como luciérnagas montaraces.
La inmovilidad y el pánico llegaron a la vez.
Julián recordó una historia leída en su infancia: la valentía
del niño tamborilero que en los picos de Europa había ahuyentado al lobo con el
redoble incesante de su tambor. Pero él no tenía tambor alguno, ni arma con la
que defenderse del inminente ataque. Yacía desamparado en medio de la nieve a
merced de los colmillos del lobo.
Sintió las gotas de sudor contándole las vértebras como un
rosario de hielo. Recorrían su espalda como lágrimas congeladas. Lágrimas de antiguos
terrores. Miedos infantiles a las tinieblas, a la soledad y al abandono.
Los ojos color miel seguían al acecho contemplando al hombre
caído. Sin acometer pero sin retirarse de la orilla del camino.
De pequeño Julián no se perdía ni un episodio de “El Hombre y
la Tierra”. La imagen de Félix Rodríguez de la Fuente rodeado de lobos,
acariciándolos como si fueran tiernos cachorros se le impuso como el único
horizonte de esperanza. Tal vez…si él se atreviera…si pudiera arrastrarse hasta
la margen del sendero…Si pasara su mano por el lomo del animal… No parecía muy
corpulento, quizá no fuera más que un lobezno sin el instinto sanguinario de los
lobos adultos…
Tembló ante la idea de ser atacado pero también pensó que era
la única alternativa. Se deslizó sobre la nieve helada sin preocuparse del
dolor que ya comenzaba a despertar en su tobillo. Despacio, con un movimiento
imperceptible se aproximó y suavemente le acarició el lomo.
El animal se abalanzó a él, apoyó firmemente sus patas sobre
sus hombros y acercó su hocico húmedo a la cara de Julián.
A continuación comenzó a ladrar y a mover el rabo con alegría
perruna, contento de ser reconocido al fin por su amo.
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