Seis relatos presentados a la sección "PONIENDO HISTORIAS" del mes de noviembre de 2018, basados en la fotografía de Nieves Garrido. El relato elegido en esta ocasión fué el títulado "La dama de los abalorios" del escritor Ramiro Pinto y fue publicado con fecha 18-12-2018 en este blog.
LA MUJER DE LOS ABALORIOS
(Autor: JUAN CARLOS GARCÍA CRESPO)
Mila entraba en la cafetería todas las tardes sobre las 18.45, después de misa de las seis. Yo,
tras la barra, observaba su ritual. Caminaba deprisa pero con pasos cortos, como si arrastrará
los pies o como si llevara una falda tan ajustada que no le permitía dar pasos normales, pero
era el desgaste de la edad, rondaba los setenta. Su pelo, amarillo apagado, como mustio,
parecía estar siempre en perfecto estado. Vestía un poco a la antigua, pero con elegancia, un
mismo vestido que cambiaba una o dos veces al mes. Entraba en la cafetería, buscaba su diario
favorito, La Razón, y se sentaba, si podía, en la misma mesa de siempre. Leía minuciosamente
cada página mientras jugaba con su collar, manoseando cada uno de sus abalorios, como si
rezara el rosario y cada pieza fuera un misterio al que dedicar oraciones y así purgar sus
pecados. Nunca la vi sonreír o agradecer nuestros servicios.
En ocasiones venía acompañada de Teresa, una venezolana de nacimiento pero leonesa de
adopción, que estaba convencida del cambio espiritual generacional profetizado por los
mayas. A parte de cuidar y hacer las labores de Mila era una masajista en prácticas muy buena.
Fue ella quién abrió mí mente hacía el “así das, así recibes”.
- Si no puedes pagarme el masaje- me dijo- no te preocupes. Yo practico, tú me
promocionas, si te gusta claro, y el karma, si lo cree necesario, me devuelve el doble.
Cuando das de corazón, él te devuelve con creces.
A Teresa le gustaba hablar de las apocalípticas profecías mayas, de física cuántica y de viajes
astrales. Me sonaba a chino pero era un mundo que más tarde descubrí. Mila, sin embargo,
era mujer de parcas palabras y pocas veces podías entablar un diálogo coherente con ella,
enseguida sabias si quería que la dejaras tranquila cuando te contestaba con monosílabos o
con frases salidas de contexto. Si le comentabas algo relativo al tiempo te saltaba con que las
mejores patatas las probó una vez en Perú, en un restaurante carísimo, donde a punto estuvo
de casarse con el cocinero. Y si le ofrecías algo para comer de la carta te decía que las palmeras
del paseo marítimo eran un peligro para los osos polares. No se sabía a ciencia cierta si había
perdido el norte, si sufría Alzheimer o si te mandaba a la mierda sutilmente. Otras veces se
interesaba por mi vida, me preguntaba si tenia novia, si me gustaba viajar o que libros me
gustaba leer. Entonces daba gusto hablar con ella.
- Te regalaré uno escrito por mí- Me dijo un día.
- ¿Es usted escritora?- pregunté
- ¡Ja! Escritora, profesora, periodista, hija de puta, poeta, licenciada en filología inglesa,
alcohólica, locutora de radio, ama de casa, pintora, escultora, esposa, amante, amiga,
madre, rica, más rica y ahora -recalcó- borde, pensionista y pobre -me soltó a
bocajarro con una voz, un poco de pito, que aunque hablaba deprisa parecía tan
cansada que me dio miedo preguntar más por temor a que falleciera allí mismo.
Poco a poco, por mediación de Teresa fui entablando amistad con Mila, la mujer de los
abalorios, como la conocíamos en el bar, lo mismo me echaba de la mesa que me contaba su
historia. Fui conociendo a una mujer tan inteligente como interesante. Con más pecados de los
que confesaba y con más secretos de los que recordaba. Una buena persona que cuando lo
tuvo todo estaba rodeada de gente y cuando perdió su dinero y fama se quedó tan sola que no
quiso a nadie más a su lado. Gran parte de su fortuna la gastó en devolver a la vida a su marido
tras un accidente y una trombosis en la que tuvo que volver a aprender a caminar, a hablar y a
recordar quien era; finalmente murió. Otra parte la dilapidó en “amigos”, en alcohol, en vicios
y en surtir de caprichos a su único hijo que acabó robándole para conseguir drogas. Sin darse
cuenta se fue quedando sin dinero, sin familia, sin amigos, sin fuerzas, sin ganas y sola, muy
sola.
Charlábamos las tardes que no había demasiada clientela, la veía dar vueltas entre sus dedos a
aquellos adornos de su collar, lo hacia sistemáticamente, como si fuera un tic, hablaba y daba
tantas vueltas a cada cuenta de su alhaja como tantas vueltas dio su vida.
- Mira, ¿ves este collar?, me lo regalo mi pobre marido, no tiene ningún valor
económico, es lo único que no pude vender, sólo actúa como amuleto repeliendo
parásitos de dos patas. Si acaricio este adorno recuerdo a mí marido y evito que otros
se acerquen; tocando este otro combato mí soledad; este me recuerda que no existen
más amigos que dedos tienes en media mano, así evito hacer amistades, este de aquí
invoca mí fallecido talento y podría seguir contándote pero no te importa en absoluto.
Y efectivamente, su vida era como su collar de abalorios, de él colgaban su hijo, su marido, los
miedos, las manías, la fama, la esperanza, el alcohol, dinero, trabajo, amistades, mentiras, su
soledad, su lejano pasado, su vacío presente y su incierto futuro. Cuando su vida se rompió
todos los abalorios, todos los parásitos a su alrededor, se dispersaron. Fue como si el collar se
hubiera roto y todos los adornos salieran desperdigados, huyendo lejos de ella. Cuando su
marido murió ella se hundió, se refugió en el alcohol, en los hombres y en recuperar a un
vástago toxicómano. Poco a poco todos la abandonaron, su hijo desapareció con gran parte el
dinero, el resto del patrimonio se esfumó en un abrir y cerrar de ojos, su inspiración artística se
bloqueó con el resto de sus sentidos, los amigos dejaron de ser amigos y lo peor de todo, su
vida siguió adelante. No le quedaba nada. Un pequeño piso en el centro de la capital, dos
vestidos, la baratija que colgaba de su cuello; una amiga que hacia las veces de asistenta;
muchos años por delante y muy pocas ganas de vivir.
Aún hoy, Mila, sigue dando vueltas por León, pasea todas las mañanas o, si llueve, lee (nunca
ve la tele) y escucha música en su rinconcito del salón, desde donde ve toda la calle y a sus
transeúntes. Entra en la cafetería a la misma hora, después de la misa de las seis a la que
acude por aburrimiento, toma su café, manosea su collar y me busca un rincón en su corazón y
entre sus dedos índice y anular. Teresa apenas tiene tiempo de charlar con nosotros, sus
manos no paran de trabajar, el karma le funciona bien. Sigue buscando no sé qué esencia
cósmica.
Y ¿yo?, yo sólo les dedico esta historia.
PIEDRAS AL CUELLO
(Autor: PAUL COULETTE)
(Autor: PAUL COULETTE)
En su larga existencia, el destino fue colgándole piedras al cuello.
Ella pasa las cuentas de su particular rosario con calma, deteniéndose en cada una de ellas,
tocándolas con mimo. Extrae de cada agallón el viejo relato que la vida, la cruel vida, fue
escribiendo en el ahora amarillento cuaderno de su memoria, esta memoria ajena al presente.
La mortal desmemoria que viaja fiel y concisa por las paradas de su personal viacrucis. Cada
estación pasa lenta por esa encallecida pantalla de sus manos, por esas temblorosas y viejas
manos que convirtieron en arrugas aquellas cicatrices. Una de ellas, sobada por el tiempo, le
trae la pérdida de su padre en aquella cruenta guerra siendo aún una niña, los tristes días del
miedo, del hambre y las lágrimas…
El suave tacto de una nueva cuenta pone en sus labios la jovial sonrisa del malogrado
hermano, aquel que le robó una mañana de otoño la puta mina. Y también pone la triste y
negra lluvia de aquel día en sus ojos azules.
La siguiente pasa silenciosa entre sus dedos sin apenas rozarlos, de puntillas. Se va sin un
reproche, como se fue su madre, como si no quisiera molestar ni dar quehaceres, dejándole
una amorosa caricia.
La aspereza de la siguiente trae consigo el carácter de su marido, de aquel con el que obtuvo
el maravilloso regalo de los hijos, de aquel que se fue dejándola sola en esta indiferente vida.
Siguen pasando las piedras de su particular rosario con calma, una a una. Siguen
arrastrándose inexorables los recuerdos por sus manos, engarzados en ese colorido collar de
incovenientes y desgracias, de vivencias.
Pero no pasan todas. Hay una más grande que el resto rematando la sarta, una que evitan,
esquivas, sus manos. Una fría y tosca piedra que lleva grabada en su memoria la fecha del
abandono, de la soledad.
La fecha del beso de judas que le dieron cuando, vieja y sin memoria, la confinaron en aquel
geriátrico.
LA DAMA DE LOS ABALORIOS.
(Autora: MARTA REDONDO)
La sala de conferencias del Hotel Reconquista se encontraba abarrotada de periodistas. Esperaban
que de un momento a otro compareciera en rueda de prensa Nieves Garrido, la flamante escritora
leonesa ganadora del premio príncipe de Asturias de las letras. Sobre la mesa se disponían en
exhibición y perfectamente alineados, tres ejemplares de su última novela: La dama de los
abalorios. Nieves apareció impecablemente vestida. Elegante traje sastre gris marengo. Cabello
rubio. Pelo corto. Maquillaje discreto. Apenas un tono rosa palo de carmín en los labios y una fina
línea azul delineando las pestañas superiores. Azul cielo, acorde con sus ojos. Miró el reloj.
Esperaba que el evento no se prolongara demasiado. No le gustaban este tipo de comparecencias.
De un momento a otro podían surgir las cuestiones personales. Comenzaron las preguntas. Los
temas habituales: cómo se ha inspirado, influencia del entorno en su escritura, fuentes literarias de
sus novelas, los personajes. Pero pronto surgió esa curiosidad del periodista que obliga a la
entrevistada a removerse nerviosa en la silla, es incómodo revelar el interior a un grupo de extraños.
.- Si Sra Garrido. Raúl Villegas de la revista cultural “El porteño” de Argentina. Este…su nombre
de pila es Violeta Ros. ¿Por qué escribir con ese seudónimo de Nieves Garrido? .- Este es el
nombre de mi abuela. Ella es la principal culpable de que yo ahora esté aquí, entre ustedes. Mi
abuela siempre fue una mujer muy poco convencional.
Si hubiera conocido a aquellos periodistas les hubiera contado que a su abuela le gustaba levantarse
siempre muy prontito para prepararle deliciosas tortitas de harina y mantequilla cuando el resto de
los mortales prefería permanecer en brazos de Morfeo. Sentía a menudo ese olor tempranero que
inundaba las estancias de toda la casa perfumando cada rincón de canela y nata. Mientras las
abuelas de los demás amigos solían zurcir y hacer punto, la suya sorprendía a propios y extraños
calzándose las zapatillas de deporte para ir a correr por las orillas del Bernesga en aquellos tiempos
en que la gente solo corría cuando la policía les perseguía en alguna manifestación no autorizada.
La verdad es que a su abuela nunca le interesó demasiado la política, o al menos hablar de ella.
Supongo que le preocuparía el destino de una nación secuestrada por el miedo pero lo cierto es que
no solía hablar demasiado de esas cosas. Lo que le gustaba era la literatura. Era capaz de recitar
cada uno de los diálogos del Tenorio sin despeinarse demasiado aunque también declamaba poesía.
Lo mismo se arrancaba con un soneto de Garcilaso que se perdía entre las simas de los poemas de
Salinas.
Si les hubiera conocido, les hubiera contado que recordaba verla citar, como si de un mantra se
tratara, los versos de aquel célebre soneto del poeta toledano: “...coged de vuestra alegre
primavera el dulce fruto, antes que el tiempo airado cubra de nieve la hermosa cumbre” La nieve.
Aquellos cabellos blancos que la bella dama lucía en la foto que había elegido como portada para
su próximo best seller. La dama de los abalorios. La nieve.
LA DAMA DE LOS ABALORIOS. Por Marta Redondo Álvarez
Siempre presente en la vida de su abuela ya desde la pila bautismal. La dama blanca que acompañó
su infancia en aquel pueblo de montaña en el que tantas veces el tiempo se detenía al quedarse
incomunicados por los temporales invernales. Los rigores del clima leonés. Las montañas
rebosantes para asegurar primaveras repletas de floridos vergeles. Siempre pensó que aquellos fríos
forjaron el carácter recio de la abuela. Sus manos casi siempre estaban frías. Violeta pensaba que
ese era el motivo por el que a veces le apretaba las manos con tanta fuerza. La abuela debió sufrir
mucho. Es duro pasar por lo que ella pasó. Pero Doña Nieves fue toda su vida una deliciosa
coqueta. Le gustaba lucir colores acorde con la estación. Oscuros en invierno, ocres en otoño,
pasteles en primavera y luminosos y alegres en verano. Cuidaba especialmente la elección de la
bisutería que debía ser siempre acorde con el resto del vestuario. Sentía especial predilección por
aquel collar de perlas color coral que a menudo se ponía con el jersey azul cobalto que Violeta le
regaló la Navidad en que se quedaron solas. No se que significado tendría aquel collar para ella.
¿Quizás el regalo de algún amor de juventud? Mamá se había ido demasiado pronto. Aunque ya
apenas lo recordaba. Era muy pequeña cuando una fría noche los abuelos vinieron a buscarla. Ya
por entonces mamá y ella debían vivir solas. El Sr. Ros, ya debía haber dado el portazo. A la abuela
no le gustaba demasiado hablar de ello. El nombre de su padre era casi un tabú en la casa de los
abuelos. La verdad es que no era fácil recordar las cosas. Nunca quisieron contarle mucho.
Recordaba vagamente el día del funeral de mamá porque la tía Carmen vino a quedarse toda la tarde
con ella mientras los abuelos marchaban a la iglesia. Aquellos días los azules ojos de la abuela no
cesaban de derramar lágrimas. Fueron días en que una intensa niebla se apoderó de la casa. No
había tortitas, ni cuentos, y la abuela dejó de pintar. Otra de sus pasiones. Le encantaban los paisajes
bucólicos repletos de elementos naturales, las montañas, los campos sembrados de flores. También
solía recrearse retratando estampas marinas. En sus cuentos y pinturas siempre aparecían criaturas
mitológicas. Gracias a ella había conocido a todos los habitantes del Parnaso: dioses, ninfas, mitos
varios: las desventuras de la pobre Dafne convertida en laurel al ser perseguida por un lujurioso
Apolo, o la triste pena de Orfeo al perder por segunda vez a su amada Eurídice tras rescatarla de los
mismos infiernos. Ella fue la que le había abierto a un mundo de sueños y los sueños son los hilos
con los que las musas tejen la obra de todo escritor.
Como le decía, Sr. Villegas, mi abuela era una mujer muy poco convencional. Siempre le dio
mucha importancia a la cultura y a la formación en un momento en que la mujer no tenía demasiado
acceso a la cultura. Incluso después de jubilada siguió realizando labores de voluntariado en el
museo provincial de Leon, la ciudad donde nací y a la que regresó siempre que puedo. Ella fue,
como ya le dije, la culpable de que yo me dedicara a esto.
No hay más preguntas ¿verdad?
LA DAMA DE BLANCO
(Autora: MARIA DEL CARMEN DIEZ BALLINES)
Pero la vi, vi una figura esbelta, ligera, con movimientos pausados, vestida de blanco, acariciando su pamela con la mano. Compró a mi madre, una serie de piedras de colores y cuentas plateadas, que seleccionó con sumo cuidado.
Desapareció.
Al mercado siguiente volvió, y así, sucesivamente.
Mi curiosidad adolescente, me llevó a seguirla a la cuarta visita al tenderete de mi madre. Bajé tras ella, por las estrechas y serpenteantes callejuelas del barrio viejo. Ella, se deslizaba entre estas, sorteando a mercaderes de alfombras y animales cargados con tinajas de agua y aceite. Era europea. Llegó a la calle paralela al mar, y se metió en una casita blanca con persianas teñidas de azul. Me acerqué a mirar por una ventana abierta al mar, observé su trabajo, y su delicada atención a un bebé blanco, transparente, albino. De la cuna colgaban las cuentas y abalorios colocados de una manera sutil, para producir un alegre tintineo con juego de colores, movidos por la tenue brisa del mar.
Diseñaba verdaderas obras de arte sobre los vestidos blancos, cosiendo las piedras de tonos diferentes, los pequeños objetos plateados y cintas de raso.
Llegó el invierno y desapareció. No volví a verla. Una tarde, al retirar las tazas de café en una terraza del bar donde trabajo, un cliente olvidó el periódico sobre una mesa y la vi en la portada. Ella, era la noticia: “Una joven empresaria ha nacido, la dama de los abalorios”.
UN COLLAR DE BESOS
(Autora:MACAMEN DE VEGA)
-Abuela, ¿Nos ayudas?
Dolores se sentó a la mesa y dijo mientras sacaba un improvisado paquete envuelto por una servilleta de papel: -La verdad es que no tengo muchas ganas, vengo un poco disgustada. Al entrar en el café, como cada tarde, fui perdiendo los abalorios del collar que me regaló el abuelo en nuestro último aniversario juntos. Menos mal que un muchachito amable y vivaracho fue recogiéndolos tras de mi y consiguió recuperarlos todos. Yo ni siquiera me había dado cuenta de que el collar se había roto. Ahora solo tengo un montón de pedruscos rosas- Y mientras decía esto abría la servilleta mostrando el montón de abalorios sueltos.
-Abuela ¡No te preocupes!
Noelia se lavó las manos aceleradamente, se soltó el mandil, lo colgó tras la puerta de la cocina y volviéndose hacia su madre y su abuela dijo con decisión y entusiasmo:
-Esto lo arreglo yo ahora mismo. Y con toda la energía que la caracterizaba salió corriendo hacia su habitación.
No tardó en regresar con su maletín de joyera, donde guardaba hilos, tanzas, broches, unos pequeños alicates, bolitas, colgantes y todo lo necesario para diseñar y montar con gran habilidad todo tipo de creaciones que salían de su inquieta cabecita.
Dispuso todo lo necesario encima de la mesa, se acercó el montón de piedras rosas que hasta hacía bien poco formaban el preciado collar de Dolores y dijo con mucha seriedad y convencimiento: -Sé que este collar es muy importante para ti porque te lo regaló el abuelo con una de tus piedras preferidas por cada año que llevabais juntos. Yo te lo voy a arreglar, abuela, pero además a partir de hoy será también un collar de besos llenos de mimos para ti, verás.
Dicho esto comenzó a coger piedras y a ensartarlas.
-Estos tres... ¡Para cuando te duelan las rodillas! -Estampó un sonoro beso en cada una de las piedras y las hilvanó con gran facilidad en la tanza que había preparado para ello. A continuación tomó dos más, y besándolas dijo: -y éstos para cuando te molestan los dientes de mentira. Y este otro tan largo -se detuvo unos segundos con los labios pegados a otra piedra- para las noches en que te despiertas y no logras dormirte de nuevo.
La abuela la miraba emocionada con inmensa ternura, y su madre, que se había apartado de las magdalenas para contemplar la escena, cogió dos piedras y mirando a Noelia preguntó
-¿Puedo? -¡Por supuesto!- contestó la niña aprobando con alegría la participación de su madre. Ésta besó las piedras y dijo: -Estos para cuando echas de menos tu casa del pueblo.
En ese momento se abrió la puerta de casa y entraron Alejandro, el hermano de Noelia, y su padre que venían de clase de música.
-¡Alejandro, papá, venid a la cocina, necesitamos vuestra ayuda!
Tras explicarles lo que estaban haciendo el niño cogió una piedra y besàndola dijo: -Este para cuando no tienes ganas de salir a pasear.
-Y yo te doy este -dijo el padre repitiendo el gesto- para cuando te acuerdas de tu hermano Tito.
Y así uno a uno fueron hilvanando beso a beso los 47 abalorios que recordaban cada año de amor entre Dolores y su marido. Cuando el collar estuvo listo Noelia lo colocó en el cuello de su abuela que lloraba emocionada y agradecida por tanto amor.
Desde ese día cada vez que Dolores lleva puesto el collar no puede evitar lucir una espléndida y profunda sonrisa.
ABALORIOS EN EL ZÓN, ZÓN, CORAZÓN
(Autora:MANUELA BODAS)
Un collar de amor, lleno de recuerdos es un precioso inicio para una
historia. Y en esta historia hay un collar de abalorios recuerdos, y de
abalorios lamentos. Lamentos como cuentas saldadas al pasado. Abalorios
amigos, que una tarde se quisieron ir de ruta por su cuenta, pero una mano
amiga, fue recogiéndolos para entregárselos a Nieves, o a Marta, o a qué
más ha de dar el nombre, para que volviese a formar un precioso collar con
ellos. Y aquí comienza la historia:
Cada abalorio engarzado, un pétalo de vida, un aroma, un recuerdo.
El primero que pasó la hebra era un abalorio fuerte, agradable al tacto, como aquella tarde en que esperaba bajo el puente, para resguardarse de la solana que estaba cayendo. Su amiga llegó cantando con la rueda hinchada. La rueda servía de flotador.
Por un momento notó el agua en su cuerpo. ¡Qué cruceros hacían en aquel flotador!
Otro abalorio en la serpiente que iba formando el collar, éste olía al chocolate de madre las tardes de domingo. El siguiente venía con el tacto sutil de los pétalos de aquellas rosas amarillas que el abuelo escogía para llevar a la tumba de su mujer.
Al ensartar el último abalorio, una lágrima se estrelló contra el tapete de ganchillo que cubría la camilla. Aquel abalorio se lo entregaba el tiempo con la mirada de un muchacho lleno de chiribitas en los ojos. Dejó la serpiente de abalorios sobre la mesa y se acercó al cajón donde guardaba las fotografías.
Un hipo tranquilo, fue apoderándose de ella a medida que repasaba las instantáneas, hasta que llegó a la última, y… que extraño vuelco se produjo en su corazón. El muchacho que recogió los abalorios cuando se le rompió el collar tenía un enorme parecido a su marido.
Un ruido grande se le hizo en la cabeza. No podía ser, no, no, pero el ruido iba en aumento. Guardó la foto en un sobre y salió disparada hacia la tienda en donde el chico le había recogido las sartas.
- ¿Le pasa algo? – Bueno es que, te acuerdas que ayer se me rompió el collar aquí en la tienda y un joven muy amable recogió las cuentas.
- Lo recuerdo si.
- Por casualidad no sabrás dónde vive. Me gustaría darle las gracias. Mira que bien me ha quedado.
- Le ha quedado muy bonito si, pero la veo un poco alterada. ¿Se encuentra bien?
- Si, si, me encuentro bien, solo me gustaría saber la dirección del chico para darle las gracias, se portó muy bien.
Le temblaba la mano, no se decidía a pulsar el timbre.
¡Vamos mujer, dale, ya que estás aquí…! Se dijo para animarse.
Luego, comenzaron a salir las cuentas. Los años del joven, la gratitud que sentía hacia sus padres adoptivos, por haberle contado la verdad.
-Nos dijeron que habías nacido muerto. Y sabes…, para consolarme tu padre aparecía en casa muchas veces, cuando regresaba del trabajo con flores, con pastelitos… Una de aquellas tardes llegó con un paquete un poco más grande. Le miré con ojos de pantera.
-No te vayas a pensar que me he gastado toda la paga, me dijo, al ver mi expresión, pero… es que te va a quedar tan bonito.
Abrí el paquete con fruición. Dentro había otro paquete, y otro, y por fin una pequeña caja que contenía este collar.
- La vida te quita y te da. Qué pena que no viva para verlo. ¡Cómo podría imaginar que el collar me iba a llevar a ti! Estos abalorios que recogiste los he llevado siempre al lado de mi corazón y han sido como las migas del cuento de Pulgarcito, me han guiado a la casa del amor.
Desde aquel día, madre e hijo han ido ensartando cariño mutuo en sus corazones. Todo el cariño que el tiempo les robó.
Un collar de amor, lleno de recuerdos es un precioso inicio para una historia. Y en este caso los recovecos de las palabras, han querido que también sea, un precioso final.
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