Este relato fue creado por la escritora CHARO DE LA FUENTE, para la sección "poniendo historias" de Cuento cuentos contigo, basada en el dibujo de la ilustradora Nuria Antón.
“¡Niñooosss, a la cama!”, se oía decir a la madre desde el salón. “¡vamos, Patrick, Dániel,
¡rápido!, que os voy a contar un cuento de buenas noches!.
¡Bien!, ¿ya…?”.
“Pues…, erase, que se era, que ya nunca más será…, que vivía una
princesa en un lejano lugar…”
“¡Chsssssuuuu!!!, calla, calla, no sigas por ahí,
mamá, que no quiero de esos cuentos que siempre quieres contar”, replicó Dániel.
“¡Escuchad, éste es distinto, es un cuento…, un
cuento de los de verdad, seguro que os gusta!”… “Pues como os iba diciendo…”, continuó la
madre…
Había una hermosa princesa árabe, llamada Nur
(Noor). Le pusieron ese nombre, que significa “luz de mis ojos, lucero y
bendición”, porque cuando nació tenía
unos grandes, profundos y bellos ojos verdes, como esmeraldas, que iluminaban
su preciosa cara y fue además la bendición de la casa. Tenía el cabello negro,
como su padre y la piel clara, como su
madre. Fue una niña muy querida y se desvivían porque nada le faltara.
Vivió toda su niñez entre los muros de su palacio,
llena del cariño y el amor de los suyos y protegida de todo peligro y dolor y,
entre juegos y aprendizajes, se fue pasando el tiempo hasta que un buen día,
cuando Nur tenía dieciséis años,
aparecieron en el palacio unos mercaderes, que decían vender cosas que
nunca habían podido comprarse.
Uno de los mercaderes, era un joven muy apuesto y
elegante que clavó sus ojos sobre los de Nur nada más verla y ambos quedaron
como hechizados y envueltos en una extraña niebla que les hizo temblar. “¿Sería
eso el amor del que hablaban las leyendas?”, pensaba Nur…
Los mercaderes se presentaron ante el emir, el
padre de Nur, y trataron de convencerle de que podían venderle el cielo, todo
el cielo, así como todo el resto de la tierra y toda la eternidad, a él y a los suyos. El emir, muy extrañado, le
preguntó cuánto habría de pagarle por
semejante oferta, puesto que ni el cielo, ni la eternidad tenían dueño, y él
sólo poseía el pedazo de tierra de su emirato, que no era más que una parte del
resto de tierras que pertenecían, a su vez, a otros reinos y emiratos y, por tanto,
tampoco eran suyos, ni podría vendérselos.
El mercader, que tenía mucho mundo, y era, en
sumo, astuto, ladino y perspicaz, le preguntó al emir cuanto estaría dispuesto
él a pagar por tal oferta; a lo que el emir, sin meditar previamente,
contestó de inmediato, de forma irreflexiva, que estaría dispuesto a pagar lo
que fuera: “¡mil dinares
de oro, cien mil dinares, un millón de dinares…!”, pero el mercader rápidamente interrumpió la
euforia del emir para aclararle que él no estaba dispuesto a recibir dinero,
que el cielo y la eternidad eran muy valiosos y que sólo podían pagarse con
algo que fuera muy valioso para él.
“¿Qué es lo más valioso para vos emir?”, preguntó
el mercader, y el emir, sin dudarlo un segundo, respondió tan impulsivamente
como la primera vez: “¡mi hija!¡mi hija es lo más valioso para mí!”
“¡Bien, pues eso habrás de pagar si quieres
comprar lo que te ofrezco!” Contestó el mercader.
“¿Cómo os atrevéis a pedirme tal cosa?, mi hija no
está en venta”, dijo el emir muy enfadado, a lo que el mercader contestó que no
trataba de que le vendiera a su hija, que era él quién le vendía el cielo y la
eternidad y, en pago, le pedía lo más
valioso, que cómo el mismo había asegurado, era su hija.
El hijo del mercader llamó a un lado a su padre y
le insistió en que intentara conseguir a toda costa a la princesa, convenciéndole de que era muy
hermosa y que nunca había visto muchacha alguna así de bella.
Ante tal proposición el viejo mercader insistió
nuevamente ante el emir, tratando de convencerlo, esta vez de manera más
amigable, asegurándole que la convertiría en la reina del cielo, que le iba a
vender, que la haría vivir eternamente, que la llenaría de riquezas y de todo
cuanto quisiera y que nunca le faltaría nada.
Ante tal proposición, el emir, que adoraba a su
hija y que era capaz de todo por ella, la miró a los ojos, que irradiaban
felicidad, hechizada como estaba por el apuesto y joven mercader, y dedujo
entonces que ella era gustosa de llevar a cabo el trato, así que accedió de
buen grado, eso sí, a cambio de una condición: que si Nur no era feliz, le
permitieran volver al palacio con su familia. El mercader asintió con la
cabeza, mientras farfullaba por lo bajo que eso no lo verían sus ojos.
El emir entregó su hija a los mercaderes y, junto
a su esposa, quedaron sumidos en una enorme tristeza, pero convencidos de que,
del mismo modo que siempre le habían dado todo a Nur, ahora también le habían
podido ofrecer lo más valioso, el cielo y la eternidad.
Nur se fue con los mercaderes a una tierra muy lejana,
cerca de un gran lago, donde la princesa pasaba largas horas mirando sus aguas
y añorando su casa y a sus padres. Pronto dejó de disfrutar de las comodidades
y bendiciones a las que estaba acostumbrada en palacio. El joven mercader la
tomó como esposa y con el paso del tiempo comenzó a tratarla mal, ya no le
mostraba nunca su amor, ni tenía hacia ella palabras de cariño, y el cielo que
el mercader prometió al emir para su hija, se convirtió en un infierno
demasiado largo y eterno para ser
sufrido.
Un día la princesa, en uno de sus paseos al borde
del lago, oyó como una voz, que parecía venir del fondo de las aguas, le
decía:”asómate y echa tus saladas lágrimas sobre mí”, era la voz de la dama del
lago… Nur se acercó y lloró, lloró tanto…, que hasta la dama del lago le pidió
que parara porque la salinidad alcanzada era tan alta que las nubes comenzaron
a hincharse desmesuradamente y a llover y llorar como locas.
Fue tanto lo que llovió que la princesa fue
arrastrada hacia el lago y allí, entre sus amorosos brazos, la dama del lago la
tomó con cariño y la subió sobre sus zapatos, haciendo que éstos la empujaran hasta
llegar al mar. Ya en el mar, Nur navegó y navegó, entre lluvias y tormentas, durante mucho
tiempo, hasta que un buen día divisó su tierra, y vio que sobre ella se había
posado la luz del sol, como la clara luz
del lucero de su nombre, como augurio de buenos presagios. Entonces regresó a
su casa, con sus padres, quienes la recibieron llenos de alegría.
Desde entonces la imagen del rostro de la princesa
se ve sobre el lago cada noche de luna llena, y de sus hermosos ojos se
desprenden abundantes lágrimas saladas y negras que marcan la ruta para que todas las princesas y mujeres
maltratadas del mundo encuentren el camino de regreso al amor y a la vida…
Y colorín, colorado… ¿a que el cuento os ha
gustado?
Precioso cuento, con un final esperanzador y emotivo.
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