El
eco de su voz sonaba muy lejano, aunque apenas le separaran de ella unos pocos
metros. Su corazón (el de él) era lo más parecido a un pozo desecado o una
cueva helada e inhóspita, en que todos los sonidos estaban condenados a un cómico
e inútil reverberar contra las paredes de la misma, sin esperanza de encontrar
ningún destinatario fuera de aquella oscura y desierta oquedad. Pensó que el
ronroneo persistente de su voz (la de ella) tenía mucho en común con el absurdo
empeño de las gotas de lluvia por estrellarse contra el cristal de la ventana,
sin otra perspectiva que la de tener que resbalar derrotadas por la fría
superficie de vidrio. También pensó, mientras paseaba la mirada ausente por el
paisaje velado de la calle, que no dejaba de ser aquélla una ocasión ideal para
una despedida, en que todo el universo parecía estar de luto. Recordaba las
últimas palabras pronunciadas por Rutger Hauer en Blade Runner (“lágrimas bajo la lluvia”), o la última frase de Adiós a las armas, de Hemingway, cuando
el protagonista, cabizbajo y derrotado, se rinde ante su inminente desolación:
“Volví al hotel bajo la lluvia”. Sí; efectivamente, las tardes de lluvia
estaban hechas para los momentos de postración y derrota, como ese.
-¿Qué
te pasa, Alejandro? ¿Es que no me oyes?
Por
extraño que parezca, Alejandro había olvidado, casi por completo, que ella
estaba allí. Fue entonces cuando reparó, con cierta sorpresa, en el traje
burdeos de chaqueta y falda corta, en las manos trenzadas sobre el bolso que a
su vez reposaba en el regazo (ella estaba sentada en la única silla que había
en la habitación, con las rodillas muy juntas), en el húmedo pañuelo de batista
con las iniciales bordadas en hilo de oro, desteñido por las manchas de rímel…
Y sobre todo en los chafarrinones que surcaban sus mejillas, abriéndose paso
por entre las capas de maquillaje con la determinación de un torrente para ir a
morir a ninguna parte. “Igual que las gotas de lluvia”, pensó él fugazmente,
antes de contestar:
-Sí,
claro que te oigo.
Animada
por lo que ella dio en entender como un vestigio de debilitamiento de su
postura, puesto que se había dignado dirigirle la palabra, reanudó su alegato
en un tono más esperanzado y menos plañidero:
-Te
juro por lo más sagrado que es a ti a quien siempre he querido: lo de Ricardo
no fue más que una aventura, un devaneo pasajero. Es contigo con quien quiero
pasar el resto de mi vida. Te estoy diciendo la verdad…
Y
su voz volvió a quebrarse. Alejandro cerró los ojos, a pesar del miedo que le
inspiraba la imagen recurrente del cuerpo de ella entrelazado con el de su
mejor amigo, profiriendo hondos suspiros de placer mientras él permanecía en el
quicio de la puerta, mudo y con una estólida expresión de asombro, impregnado
el aire de aquella atmósfera de irrealidad típica de las pesadillas, que lo
incapacitaba totalmente para sentir ira. Había regresado del viaje sin avisar
un día antes de lo previsto, para darle una sorpresa, y resultaba que el
sorprendido había sido él. Entonces sintió una invencible sensación de asco y
de hastío, que removía inexorablemente el último rescoldo de piedad o
comprensión. Sintió que hubiera sido mil veces preferible el que ella le
hubiera confesado que era en realidad del otro de quien estaba enamorada, y se
hubiera mostrado dispuesto a mostrarle su solidaridad, por muy doloroso que
fuera. Y lo peor no era que estuviera intentando engañarle de nuevo, sino que
ahora, en efecto, le estaba diciendo la verdad. O sea, que aquella tarde les
había mentido a los dos. La sola idea le llenaba de una sorda y desesperada
repugnancia, haciéndose tan insoportable que apenas le dejó fuerzas para
murmurar lacónicamente:
-Vete.
Ella
comprendió, entonces, que la partida estaba perdida sin remedio. Con
movimientos lentos y precisos, que parecían formar parte de una coreografía
previamente ensayada, se levantó de la silla, se estiró el bajo de la falda,
enjugó las últimas lágrimas con el pañuelo de batista, recogió el paraguas
goteante, abrió la puerta y salió, sin volver la vista ni decir adiós. Él la
siguió desde la ventana con la mirada hasta que dobló la esquina más próxima,
su imagen distorsionada por la lente deformante que configuraban las gotas de
lluvia al resbalar por el cristal. Y cayó en la cuenta de que no sentía nada…
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