Desde el cielo donde habito desde hace unos años -si se puede hablar así, porque en estas latitudes no existe el tiempo- eché un vistazo a León: allí hay una escultura mía, obra póstuma de mi marido; me quedé helada cuando vi que había gentes que hacían fotografías de mi escultura, y que las enseñaban en el Bar Varsovia a otros artistas y que incluso animaban a unos escritores a que lo hicieran sobre mí. Todo esto me hizo, al principio, bastante gracia, la verdad sea dicha. Y curiosidad, mucha curiosidad: ¿Qué dirían de mí? Al poco -si se puede hablar así- dejó de hacerme gracia y de darme curiosidad y prevalió mi sentido de justicia, bien arraigado de pequeñita. ¿Y si solo fabulaban? Práctica que soy por haber trabajado en un Banco de inversión, decidí contar mi verdadera historia. Ya han pasado mucho tiempo desde entonces y no hay vivos a los que pueda perjudicar. Quedé con un periodista -León es la ciudad de los periodistas- en el bar del Musac, porque en el cielo hay, cómo explicarlo, permisos semanales para un garbeo semanal: así se llama, en serio, “permiso para el garbeo semanal”. Y, además, nos permiten tener amistades particulares entre los que todavía andáis por esas tierras de Dios. Por si podemos ayudar en algo, ya sabéis. Cuando quedé con Juan Pablo en el Bar del Musac, le conté entre cervezas cazurras algunas cositas. Si estáis leyendo o escuchando algo sobre mí, es que al final se animó a ponerlo por escrito. Y yo lo que le conté fue esto:
Mi nombre es Liberty Rosa Parks y soy oriunda de Pensilvania.
Del por qué hay una escultura mía en León es otra historia para ser contada en
cualquier otro momento. Todo empezó hace ya medio siglo. Yo había ido aquella
fría mañana de principios de diciembre de 1955, con mi mochila cargada de
libros y con mis veintiséis años a cuestas, a la biblioteca municipal de
Montgomery. Esa anoche apenas había dormido porque había discutido en un bar de
mala muerte con mi último novio por una tontería de nada y estaba alteradísima.
Además, algunos blancos nos habían lanzado miradas fulminantes como si no
hubieran visto en su vida a dos negros discutir. Cogí el autobús a las nueve de
la mañana, para devolver unos libros y, suerte, encontré un asiento vacío. Al
momento me enfrasqué en el Conde de Montecristo. Estaba cuando Dantés vuelve a
Marsella para hacerse capitán y casarse con la bella Mercedes, cuando oigo un: “Señorita,
haga el favor de cederme su asiento”. Era un blanquito de unos treinta años. Le
miré y volví a lo mío sin prestarle mayor atención. “Señorita, por favor,
levántese y déjeme su sitio”. Esta segunda petición, hecha en un tono agrio y
malhumorado, fue acompañada de murmullos que se fueron haciendo cada vez más
intensos. Alguien empezó a gritar: “¡Negra levanta tu culo!” Otro se animó con
un: “¡Sucia negrata!” Un tercero se envalentonó diciendo que nunca había visto a
una negra cansada. Me asusté pero no cedí y me mantuve en mis trece. Al poco,
el autobús paró y el chofer se dirigió a mí y dijo aquello de que tenía que
ceder el asiento al caballero, que estaba violando una ley al empeñarme en
mantenerme sentada. Dolida por dentro y cansada por fuera, decidí bajarme del amarillo
autobús que publicitaba en su frontal Pepsi Cola, y llegar cuanto antes a mi biblioteca:
andando, cargada con mis libros, con mis veintiséis años y con una maleta llena
de incomprensión y odio. Anduve lenta. Nada más llegar le conté a Charles lo
que me había sucedido; era un amigo de un club de lectura. Este, profundamente
apenado, comenzó lo que la historia llamaría después el “Boicot de los
autobuses”.
A los dos días le conocí. Elegante, de mirada limpia. Tenía
mi misma edad y enseguida hizo causa con mi causa. Ese día me enamoré de él.
Fui yo la que le llevaba la comida cuando fue arrestado. Mantuvimos largas
conversaciones y él me contaba sus sueños para el país y para su familia: su
matrimonio con Coretta, que estaba esperando un hijo y que quería tener familia
numerosa. Después de aquellos sucesos, volvió
a sus quehaceres dejándome el corazón deshecho. Le seguí sus pasos como
pastor de la Iglesia Baptista. Estuve en la presentación de su primer libro, y
lloré cuando una chica le apuñaló con un cortapapeles en aquella tienducha del
Harlem. Me hubiera gustado seguir atendiéndole cuando volvió recurrentemente a
la cárcel, pero mi dólar y medio que ganaba al mes no me daba para grandes
alegrías.
Cuando cumplí los 34 ya no pude más, y aunque él en aquel momento
ya tenía cuatro hijos, decidí confesarle lo que sentía por él. Lo recuerdo
perfectamente. Fue a finales de agosto del 63. Sobre el veinticinco o así.
Fuimos a cenar a un restaurante elegante y le puse al día de mi vida, de mis males
de amores con mis múltiples novietes y de mi frustración por no poder trabajar
en un Banco a pesar de ser licenciada; recuerdo que le repetí las excusas que
en tantas ocasiones me habían dado: “Que no había fondos suficientes para los
negros”, que “el banco de la justica estaba quebrado”, “que yo no podía cobrar
ese cheque”. El me miraba y se ponía triste. Le conté la paliza que la policía
había dado a mi amiga Susan cuando intentó entrar en un bar solo de blancos, o
la negativa continua a mis padres para poder entrar en determinados hoteles, o
cómo mis amigos de Mississippi aun no podía votar. Todo esto ya lo sabía él,
claro. Pero era una persona tremendamente sensible y buena escuchadora y no me
cortaba. Me dijo que tuviera paciencia, que la lucha no violenta requería
tiempo, que fuera una soñadora. Sí, así me dijo, soñadora. Y yo, rauda, aproveché
para decirle que soñaba un futuro con él. Un mañana juntos. El me miró, me
sonrió y se marchó del elegante restaurante sin darme una respuesta. La última
vez que le vi fue durante el discurso que dio el 28 de agosto en las
escalinatas del Monumento de Lincolm. Mientras repetía el “Dejen resonar la
libertad”, y poniendo énfasis en la palabra libertad, me ilusioné imaginando
que me estaba mirando a mí; al terminar su aclamadísimo discurso ante casi
300.000 personas, decidí que Martin Luther King bien se merecía ese espacio de
libertad que ya tenía con los suyos”.
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