Ilustración: CARLOS CAMPELO
Fotografía: ALEJANDRO ALLER
Relato elegido por Carlos Campelo para poner historía a su ilustración entre todos los enviados a la sección "Poniendo historias" del mes de febrero
Un dolor de estómago intenso
sufría desde la discusión con su hermano dos tardes atrás. Pero no era tanto
por el enfrentamiento como por el motivo que lo provocaba. El insistía una y
otra vez, por todos los medios: el whasapp, el correo electrónico, las
llamadas…. Mientras su cuerpo se rebelaba de esa forma tan visceral, tan
interna.
-
María, tenemos que hacerlo –le decía-, no
podemos aplazar más ese momento. Es absurda tu reacción tan infantil y fuera de
lugar. Parece mentira que tengas 40 años.
-
Oscar, no
insistas –le replicó-. No soporto enfrentarme a eso. Me provoca pesadillas y
angustia. Hazlo tú y me dejas tranquila.
-
Sabes
perfectamente que no puedo hacerlo yo solo –respondió-. Esto forma parte de
nuestra historia familiar, tuya y mía. Y tan tuya como mía. No puedo tomar
decisiones por ti. Te necesito allí conmigo. Creo que es hora de superar esos
miedos.
Acudir a aquella casa le producía
solo con pensarlo una reacción psicosomática tan fuerte hasta llevarla a la
náusea y a la taquicardia. Entendía lo que su hermano le pedía. Era una mujer
inteligente y sabía que antes de formalizar la venta de la casa había que sacar
varios objetos y terminar de inventariar lo que se incluiría en el contrato:
algunos muebles que no encajaban en las casas de ambos, ropa para entregar a
asociaciones benéficas, vajillas y cristalerías recuerdo de familia…
Racionalmente entendía que había que hacer frente a esa situación con frialdad.
Pero sus miedos brotaban como un sarpullido hasta bloquearla.
Entrar de nuevo en aquel sitio
era remover el pasado, era dejar salir los fantasmas y terrores de infancia,
era abrir la caja de Pandora con todas sus consecuencias.
-
María hay que ir ya. El próximo viernes firmamos
ante Notario la venta y no estoy dispuesto a que se queden dentro ciertas
cosas. Y tienes que ayudarme, tampoco para mí es fácil.
Era consciente de que no podía resistirme más. Era una mujer
adulta y todo aquello parecía ponerlo en entredicho. En su vida laboral era una
buena profesional, firme y quizá un poco intolerante. Aquella situación
personal le hacía perder la compostura. Y llegó el momento de enfrentarse a sus
sombras y dejar de esconderse como si aquel pasado no fuera con ella.
Quedamos aquella tarde de martes.
Eran los últimos días del invierno, el día se prolongaba lentamente. Mi hermano
me recogió con su flamante todo-terreno y yo no hice más que hundirme en el
asiento del copiloto, como una niña asustada. Me sentí mareada. Intenté
concentrarme en el horizonte y respirar muy hondo.
Llegamos al pueblo. Nuestra casa
familiar se erigía magnifica en aquel promontorio. El jardín estaba cuidado y
verdaderamente el comprador estaba encantado con la adquisición por su buen
estado. Cuando mis ojos se fijaron en aquella edificación que se veía nada más
entrar en la población comencé a hiperventilar. Serénate, María, me repetía a
mí misma. Es un trámite, nada más, un rato y sales pitando. Debería de haber
traído mi coche para estar el menor tiempo posible.
Oscar aparcó delante de la verja y sacó las llaves del
bolsillo de su chaquetón. Yo era incapaz de moverme del asiento. Él me abrió la
puerta y me ofreció su mano. Me aferré a él como una tabla de salvación. Agarré
su brazo y traspasamos el portón de acceso a la finca. Apenas reparé en nada,
solo tenía ojos para aquella puerta doble de madera noble con un bello llamador
que mi padre había encargado hacer al
carpintero del pueblo. Era sólida, firme, con dos macetones de abetos enanos
preciosos. El sonido de la llave abriendo la cerradura alteró aún más mis latidos.
Hacía mucho tiempo que no entraba allí, aquel antro formaba parte de mi pasado
desgraciadamente y para mí no significaba nada entrañable. Muy al contrario.
Aunque el silencio dentro era absoluto, en mi cabeza bullían los gritos
desesperados de mi madre, el miedo y las carreras de niños pequeños prestos a
esconderse debajo de las camas y alejarse de las reacciones incontroladas de
aquella mujer que biológicamente era la que nos había parido, pero a la que la
enfermedad había alterado su mente y su ser hasta convertirla en un ser
maléfico e indeseable.
Nuestro padre jamás había tenido
el valor de hacer frente a aquella horrorosa situación familiar internándola en
un centro donde estuviera más atendida. Siempre pensó que en su casa estaría
más tranquila y segura, pero no fue así. Su estado se agravó hasta el punto de
esgrimir cuchillos para atacarnos, aún tengo las cicatrices de aquella calurosa tarde de verano de mis 13
años: ella me cogió por el pelo, tenía una fuerza tremenda, estaba enajenada y
no pude escaparme. El filo del cuchillo cruzó la piel de mi espalda en ambas
diagonales hasta que mi hermano pudo cogerle el brazo y de una patada hacer
saltar aquella herramienta de dolor de su mano. Salí corriendo todo lo que
pude, sin mirar atrás, baje las escaleras a trompicones y crucé la puerta sin
ni siquiera reparar lo que pudiera estar haciéndole a Oscar. Los gritos de ella
eran sobrehumanos. Cerré de golpe, jamás
volvería a entrar allí, eso me dije. Y allí estaba de nuevo, con los gritos
martilleando en mi cabeza. Necesitaba definitivamente cerrar aquella puerta,
apagar aquellos alaridos tan dolorosos, aquellas sombras de mis pesadillas y
salir para no volver.
Mi hermano intentó hacer el
trámite lo más breve posible. Recogimos libros, joyas, unos cuadros, el baúl de
la abuela que descansaba tan quieto en el cuarto de nuestros padres lleno de
fotos y detalles de una vida tan lejana y diferente. Y su retrato, el de
aquella figura que iba asociada al horror de nuestra infancia.
Y llegó el instante de cruzar
el umbral hacia la vida y poner fin sin vuelta atrás a esa parte tan dolorosa
de mi vida. Allí se quedaban los miedos, las sombras alargadas en el tiempo de
un sufrimiento tan absurdo como invalidante sobre todo porque se escapaba a
nuestro control. Muchos años me había costado asumir que no era culpable de
nada y este era un paso más hacia mi liberación. Era la salida sin retorno.
Girar la llave y apagar aquel dolor inmenso
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