Andrea
permanece sentada frente a la ventana de aquella habitación, en una casa que no
es la suya, sentada sobre una cama que no es la suya, frente a un paisaje que
sin ser el suyo sí siente como muy
próximo, mientras trata de reconocerse a sí misma y averiguar qué circunstancias
la han obligado hoy a salir huyendo, recorriendo kilómetros y kilómetros que la alejaban de su casa sin un
destino definido. Simplemente alejándola del dolor de sentir como toda una vida
se le escapa entre las manos.
Tiene las
rodillas fuertemente rodeadas por sus brazos y la piel de su rostro tirante de
tantas lágrimas derramadas. Lágrimas de soledad. Lágrimas de sentimientos
perdidos. Lágrimas que, tras horas y horas haciendo surco sobre su piel, han
secado ya sus ojos que arden, ahora, enfebrecidos. Secas sus pupilas, aunque su corazón siga llorando.
A través
del gran ventanal de ese cuarto
desconocido, mira como se cubre el paisaje del color del otoño. Y se
pregunta en qué momento ha comenzado su amor a otoñar también, tiñéndose de los
colores de la pasión desvanecida y de la indiferencia. Mientras observa la lenta caída de las hojas,
intenta recordar el tiempo que llevan durmiendo juntos, compartiendo la misma
cama, pero ya sin tocarse tan siquiera. Puede que sean semanas, tal vez meses
ya. Caricias caídas en el vacío de un amor que avanza hacia su ocaso, como
hojas secas. Besos abortados antes de aflorar a sus labios, como flores tardías
sorprendidas por las primeras heladas del otoño. Caricias que se pierden en la
indiferencia de un gesto apartando su mano, buscando una leve postura que aumente
el espacio que los separa.
Le duelen
los recuerdos, y se tiñen sus mejillas con un ardiente rubor que le sube de lo más profundo de su cuerpo,
como sube a la rama de esos árboles que lucen su otoño tras la ventana. Se
hace consciente de que tras ese
sonrojo llegará la definitiva caída de sus hojas y quedarán desnudos hasta la
próxima primavera. Solo hasta la próxima primavera. Y también se hace
consciente de que no habrá de seguir el mismo camino, y de que es muy posible
que dicha estación no llegue de nuevo
para ella. Siente como día a día un entramado de oscuras circunstancias les ha
ido arrancando hoja a hoja, beso a beso, caricia a caricia, todo el amor que
llevaban dentro. Aunque ella siga sintiendo el ansia de recibir una vez más sus caricias
en su cuerpo, el aliento de él sobre su pelo, y sus labios en sus labios,
fundiéndose en ardientes besos. Siente como se inflaman, desde lo más hondo, de sus entrañas y un
tremendo escozor vuelve a adueñarse de la mirada que ve más allá de aquel
paisaje.
Y no puede
más. No quiere llorar de nuevo. No quiere seguir sintiendo su ausencia, tal vez su indiferencia. Quiere
emborracharse de olvido hasta dejar de sentir, de sentirle, de sentirse. Así
que se escapa de aquella casa que no es la suya y corre. Corre incansable para
alcanzar el más lejano de aquellos árboles que tiñen de rubor la calma de la tarde. Corre subiendo y
bajando aquellas suaves lomas también teñidas del rubor de las hojas que se
secan. Corre hasta caer extenuada, abrazada al tronco áspero del último árbol que rompe el
horizonte.
El sol se
derrama en reflejos cobrizos al caer la tarde. Lágrimas que tiñen de sangre las
hojas que caen sobre ella cubriéndola de caricias. Y vuelve a llorar. Sola.
Sola en la inmensa soledad de una tarde de otoño, deseando, abrazada a un
árbol, que su amor renazca fuerte como sabe que lo hará ese tronco que ahora se
desnuda entre sus brazos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario