Este relato fue escrito por Marta Muñiz Rueda para la sección "poniendo historias" de cuento cuentos contigo, e inspirado en la caja de madera que Macamen de Vega nos cedió para tal fin.
Composición artística de MACAMEN DE VEGA
para Anouk B.J.
Anouk viajaba
sin descanso, con sus veintiocho años en las maletas, un duelo reciente
mordiéndole la espalda y muchos sueños rotos a pesar de ser una de las jóvenes
más bellas, deseadas y ricas del luminoso París y gran parte de Europa en este
siglo XXI tecnológico y feroz.
Hija de una
acaudalada aristócrata inglesa y de un padre ausente cuyo nombre e historia
jamás llegó a conocer, Anouk se dedicaba a posar para los fotógrafos de las
grandes revistas de moda como una diosa del Olimpo. Le divertía aquella vida
tan llena de glamour y escepticismos varios. Era un mundo frívolo,
hedonista e inverosímil, como un cuento
de hadas adaptado a una edad que jamás abandonó la adolescencia.
Su madre había
muerto en abril, un mes fatal para morirse. Cuando todo nace, ella decide apagarse.
Y Anouk asimiló su propia concepción de la muerte de un modo un tanto
incoherente. Sin embargo, esa ruptura con su pasado, su corazón partido en dos,
la habían enfrentado cara a cara con el dolor por primera vez. Por eso Anouk
hacía cosas disparatadas e incomprensibles, inesperadas y absurdas, como
enamorarse de gondoleros o tomarle el pelo a la anciana del quinto piso del
Boulevard Saint Germain, donde vivía cuando trabajaba ―si es que a su estilo de vida se le
puede llamar trabajo―, el caso es que con algún vago pretexto se colaba
en su casa a la hora del té y le cambiaba de cajas las pastillas de la tensión
y el vértigo. Hasta que la escuchaba quejarse de lo siniestra que era la
enfermera de turno y sentía un alérgico placer, mezcla de humor negro y efímero
remordimiento refinado.
Su madre, la
condesa de Glocester, le había dejado a Anouk al morirse, una inmensa fortuna,
dos joyeros bien surtidos y una extraña caja de madera que nada parecía tener
que ver con sus vidas. El caso es que Lady Geraldine le entregó la caja a su
hija antes de suspirar por última vez. Anouk la miró con cara de incredulidad,
apretó los labios como un interrogante, pero Geraldine no tenía fuerzas en esos
momentos para contarle la historia de aquel objeto artesano cuya curiosidad
envolvía la imaginación voladora de Anouk y sólo pudo llegar a decirle: “El
amor tiene sus lenguajes”. Estas fueron sus últimas palabras.
Seis meses llevaba
Anouk con la caja sobre sus muslos y la llevaba con ella a todas partes. Una
caja de madera rústica con un paisaje dentro. Suaves colinas talladas a mano
que ascendían sin prisa hacia el cielo; un cielo de madera, despejado y
diáfano, con un sol rojo como un extraño orbe iluminándolo todo con su mágico
esplendor: las encinas, los olivos, los pequeños arbustos de boj, la paz de la
campiña.
Trataba de
imaginar dónde podría haber encontrado su madre aquel pequeño tesoro. Tal vez
la caja contuviese un secreto indescifrable para ella en aquellos momentos, tal
vez era poseedora de oscuros poderes, tal vez fue una última locura, una manía
extraviada del delirio…
Anouk no
encontraba explicación a aquella querencia irracional por ese objeto, pero no
se sentía capaz de separarse de él.
Una tarde de
octubre, recorriendo en un coche alquilado las doradas colinas de la Toscana,
observó desde lejos un paisaje que se le antojó idéntico al de la caja de
madera.
Los mismos
promontorios, la idéntica posición del sol dominando las líneas, los contornos.
El mar de hierba erizado por la brisa del oeste.
Condujo lo
suficiente como para acercarse al decorado y comprobar si era ese su destino,
el destino que la caja le había indicado desde siempre.
Se sentó en
medio de una pradera y contempló la belleza de aquel entorno natural durante
horas. Al atardecer, comprendió que su caja y aquel escenario, eran la misma
cosa.
Arrancó de nuevo
el motor y emprendió el camino ascendente guiada por la dolorosa luz del sol.
Era un crepúsculo rojo, de un rojo dulce, apasionado; el campo y sus elementos
tenían aroma a piruleta.
Al doblar la
última curva, en un recodo que en la caja permanecía oculto y excavado, halló
una casa. La típica casona rústica italiana que inunda la Toscana con su labor
de piedra y sueño, como una masía familiar donde la felicidad siempre es
posible.
Aparcó el coche
y se acercó despacio, temerosa de encontrarse con su vida.
Llamó a la
puerta. Podía escucharse desde fuera el áspero sonido de una sierra cortando
madera. Después unos pasos y al minuto unos ojos que parecían conectarla con el
mundo.
Un hombre
maduro, de unos cincuenta años, con las manos encallecidas y el pelo cano la
miraba reconociéndola. No pronunció palabra alguna pero la emoción bailaba en
sus venas. Tan solo invitó a Anouk a entrar en su taller, un sótano lleno de
cajas de madera; todas casi iguales, con sus colinas, sus árboles pequeños, sus
soles de colores.
En un rincón una
fotografía, una mujer joven sonríe al infinito. Es Geraldine, aunque parece
haber atravesado un túnel del tiempo. Es como ver a Geraldine en otra vida. En
sus brazos mece a una niña pequeña, muy pequeña. Y se deja acariciar por el
hombre que talla las cajas de madera con una ternura inexplicable y ese mismo
hombre es el hombre al que ama. Y el hombre también la ama a ella y a la niña.
Anouk creía que
nunca había vivido en la Toscana. Y nunca nadie le habló de un carpintero. Pero
en ese instante, pudo comprender, que muchas veces los detalles sobran cuando el
amor puede comunicarse a través de lenguajes infinitos.
Maravilloso y genial cuento Marta.felicidades!
ResponderEliminarPrecioso sencillamente.
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