“Tal vez un día seas capaz
de ordenar el
tiempo”
Carmen Fabre.
Como
cada día, el tiempo se le había fugado llevándose en su fardel alguno de sus
propósitos. Fumó para atemperar su íntimo fiasco y mediante tachaduras en su
lista de intenciones incumplidas se aligeró de desilusiones y contempló la
única que aún le quedaba con posibilidades de realización. Aún por varias
caladas dudó si renunciar a ella también y, a modo de Escarlata O’hara,
librarse hasta de sí mismo con un “mañana será otro día” y, así, permitir que
hasta aquella perseverante y aún dable aspiración se quedase sencillamente en
eso: aspiración. Mas no. Espiró su última y larga bocanada, comprobó que aún
quedaba café suficiente en la taza que siempre habitaba su escritorio, buscó la
impresión que había efectuado de unas fotografías y, estando todos los atriles
ocupados, la apoyó contra la minúscula, poco más de un palmo, lámpara de
sobremesa, con que, encendida, amortiguaba el impacto de la luz y brillo de la
pantalla del ordenador en sus sensibles ojos.
Quizás
fuera la disposición de las fotografías en la impresión, imagen arriba, texto
abajo, la que provocó que, tras breve observación las palabras se precipitasen
raudas de su cerebro a sus dedos, de estos al teclado y de éste a la pantalla:
“Vivís constantemente protegidos de la vida. Si lluvia, os cobijáis bajo
variopintos paraguas que lucís, cuando apenas si alguno sabéis manejar social,
educadamente. Qué pocos me parecen los tuertos existentes para lo ciegos que vais
bajo ellos. Si sol, como asombrados, os arrimáis a fachadas, os toldáis con
cualquier excusa y hasta os quejáis de lo que hasta hace bien poco decíais
extrañar: el mismo sol, dios os valga. Y
esto, cuando, bípedos vosotros, camináis”.
Por
un momento se preguntó en qué ignoto rincón de su conciencia se estaba
produciendo aquel fluir. Pero, tal que poseído, sí aplazó pregunta y respuesta
a mejor momento. No quería perder nada de aquella prosada ebullición. Continuó:
“Que a poder ser y con mínima disculpa intentáis imitarme –menos
laboriosamente, eso sí- desplazandovos a cuesta de esos infernales caparazones,
pesados, ruidosos, normalmente desaprovechados en su espacio y en cuyo interior
parecéis, de habitual, poco felices. Y, conste, que digo esto por los gestos,
si alguno, que os veo y los improperios que os intuyo, que también abunda la
cara de abstraído o aburrido, cuya mente, de estar, debe hacerlo ya en el
futuro, con lo que eso cansa y supone de pérdida de presente. Sí, ese que
siempre os parece poco y que es siempre, pero del que no os enteráis casi nunca
de nada o para mínima cosa del valor que tiene. Ay, si con más lentitud fuerais por la vida. Ay, cuanto de ella os
enriqueceríais”.
Con
asombro, observó que ya llevaba casi media página escrita, tal que al dictado.
Dio un sorbo al café, encendió otro cigarro, aplazó de nuevo la búsqueda de la
respuesta que explicase aquel fluir que ya le urgía de nuevo: “Por ejemplo, héteme
a mí, aquí, absorto ante esta belleza de ruinas de otras hermosuras que fueron,
en su plenitud, y que, como sin querer, me llevan al recuerdo de mis frecuentes
recogimientos. Término este que aun cuando la Real fije vario, no es hasta
allá, a las dos docenas de sabidurías de su remisión a la que me refiero. Y
vosotros siempre huyendo aprisa, ora del frío, ora del calor, ora, siempre, de
ahora, sin el menor detenimiento en la oportunidad que otoño e invierno os
ofrecen para vuestro personal, íntimo y público crecimiento, mejoramiento; para
desprenderos de todo aquello que os impide ir más allá, hacia la bondad y la
belleza que cotidianas ofrece la vida, aun sus sombras y sinsabores, para un
más humano renacer.
¿Acaso
serías tú, por ti mismo, “pequeño hombrecito”, capaz de admirar la belleza
existente en la natural privación, aligeramiento, que un árbol desconocido ha
efectuado de ese leño que, aun seco, impediría la precisa, idónea y vivificante circulación de
su savia y que para ti no va más allá de una porra tosca, puro y vulgar basto?
¿Llegarías a admirar el delicado bordado que, a pesar de su putrefacto estado,
luce la hoja desprendida, caduca en la belleza de su esplendor? ¿Serías capaz
de dudar del origen de la líquida mancha sobre la que reposan? ¿Serán sus
lágrimas, serán del árbol, serán compartidas? ¿Serías capaz de ver en ellas,
aún su ignorado origen, tan sólo sustancia para una más vigorosa fertilidad primaveral?
Sin
respuesta para tanta pregunta, pensó buscarla en el texto fotografiado. Pero le
fue ilegible aquel “ocnort ut ollorrased otnel…”. Frotó sus ojos,
prendió otro pito, volvió a intentar la lectura, volvió a frotar sus ojos. Leyó
lo escrito, miro con detenimiento la fotografía de la imagen. Allí estaba
mirándole, no sin cierta cara de pena, sino de lástima, el pequeño caracol. Fue
entonces cuando cayó en la cuenta de que estaba la impresión al revés y que, si
había sido capaz de ver algo, había sido merced a la luz de la minúscula, poco
más de un palmo, lámpara de sobremesa que había hecho de apoyo.
Volvió
a mirar la impresión, volvió a mirar al pequeño caracol que ya le sonreía, que
le hizo sonreír, que con voz similar a la que le había ocupado su conciencia a
lo largo de la escritura le dijo: “lentitud, amigo mío, lentitud. Llegarás
en ti más allá, hacia la bondad y la belleza que cotidianas te ofrece la vida,
aun sus sombras y sinsabores, para un más humano renacer y así, “Tal vez
un día seas capaz de ordenar el tiempo”, tu tiempo”.
Se
acostó dudando de si no estaría ya dormido. Al levantarse, raudo saludó al
caracol.
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