Hay
cuentos que dan mucho miedo. Sin embargo, los niños piden que se los repitas
una y otra vez aunque les quite el sueño. Eso me ocurrió
a mí con el cuento de Valentín. Me lo contó tío José, que no era tío de nadie,
pero todo el mundo le llamaba así. Era el hombre más anciano del pueblo,
su piel tenía el mismo tono y textura que la piedra en la que se sentaba al sol
cada día, se mimetizaba con ella formando un bloque
perfecto, como una escultura natural.
Lo
recuerdo sentado, con su cansancio y su sabiduría, con sus manos y su barbilla
apoyada en una cacha de madera nudosa, que brillaba de puro desgaste. Tío José
era un gran narrador y fumador, por lo que, para
asegurarse tabaco, dosificó la historia, desde mi infancia hasta su muerte. Su
relato creció en longitud, tensión y precio a medida que crecíamos los oyentes.
Un buen día, siendo yo una niña, dijo:
-“quien
me traiga la colilla más larga le cuento un cuento” y todos los niños corrimos por el pueblo en busca de esa
colilla de celtas sin emboquillar. En cuanto se la dábamos, él comenzaba a
relatar: “Muy bien, pues Valentín era un joven….” Ya en mi adolescencia,
el tío José, para cautivar aún más, si cabe, nuestra atención, nos decía con
voz y mirada misteriosa:
-“quien
me traiga medio cigarro le desvelo un secreto, el secreto será al oído, y no se
lo podéis repetir a nadie”. Yo escuché unos cuantos y tuve que repetirlos
porque aquellas palabras me abrasaban dentro y me producían pánico; sin embargo, ya estaba enganchada a su historia
que me parecía tan real como la vida misma. Lo más sorprendente e inquietante
es que no se desarrollaba en lugares lejanos ni con personajes extraños sino
que situaba al protagonista en mi pueblo y tenía madre, concretamente nuestra
vecina, Esther.
-“Quien me
traiga un cigarro entero le digo dónde está Valentín”, proseguía aquel anciano,
manteniéndonos en vilo a pesar del paso de los años. Entonces, recuerdo que fui
a buscarle el cigarro para que me desvelara el secreto de una vez porque ya
sufría la impaciencia de la juventud. Tío José, el hombre-piedra, cogía el
cigarro, lo observaba largamente, lo apoyaba en la comisura de su vieja boca y,
sacando una voz joven que solo aparecía en su faceta de narrador, saldaba su
deuda:
-“Valentín era un joven que huyendo de la guerra se escondió en
una cueva en la montaña. Tanto se escondió que no se volvió a encontrarse a sí
mismo. A pesar de que su familia llevó su cuerpo a casa una vez finalizada la
guerra, su mente quedó atrapada en aquel agujero, enredada entre el miedo
y la locura. Nadie sabe
muy bien dónde estará en este momento pero todos sospechan que no muy lejos”.
A veces, algún
oyente con afán de protagonismo decía: “Yo le he visto asomado a la cueva,
andaba a cuatro patas como un animal”; sin embargo, esa versión no encajaba con
la de tío José, quien aseguraba que jamás salía al exterior de día, “el sol le
quemaba y le aterrorizaba la gente, buscaba comida de noche”, sentenciaba el
contador de cuentos. En lo que todos coincidían, es que andaba a cuatro patas
porque su cuerpo se había deformado en aquel agujero. Era un secreto a
voces, un tema de conversación en las cocinas pero silenciado en el exterior
por respeto a su madre, Esther.
Esther
era una mujer tan oscura como su indumentaria: con independencia de la estación
del año, vestía un mandil y una pañoleta y calzaba madreñas negras. Únicamente
salía de casa para dar de comer a los animales que encerraba en un establo
cercano a nuestra casa. Parecía una sombra, encorvada, como si llevara a
cuestas varias vidas. De sus brazos colgaban dos cubos repletos de humeantes
patatas cocidas, que se encargaba de llevar a sus cerdos. Yo la evitaba pero,
cuando no me quedaba más remedio que cruzarme con ella, la saludaba, y Esther,
sin levantar la vista del suelo, murmuraba: “Quedó en la cueva”. Incluso
sin decirle nada, si ella percibía movimiento a su alrededor, aunque fuera
cualquier animal, un perro o una vaca, repetía de un modo automático: “Quedó en
la cueva”.
Esa frase me daba miedo cuando era niña y ahora, consciente de lo que
significa, aún más. Recuerdo que mi madre sentía compasión y respeto por ella,
“dejar en paz a Esther, bastante tiene la mujer, esa guerra y esa cueva se
han tragado su vida”, solía decir. Una mañana mi madre me despertó con
una triste noticia: “Vístete que hay entierro, Esther ha muerto”, me dijo con
voz seria.
Era
la primera vez que entraba en el cementerio desde la muerte de tío José, hacía
unos meses, cuando salió todo el mundo me quedé rezagada
y sobre su tumba dejé un cigarro y una sonrisa.
Volvimos a la rutina diaria,
hasta después de la comida, que ocurrió algo extraño: Mi madre recogió
los restos y los metió en una cazuela, que a su vez introdujo, junto a un buen
trozo de hogaza y chorizo, en una cesta de mimbre. Lo cubrió amorosamente con
una tela gruesa y encima echó un montón de humeantes patatas cocidas.
–¿“Adónde vas mamá”? –le pregunté extrañada.
– “A dar de comer a los cerdos de Esther, hoy no han comido” –me
respondió ella con una inmensa tristeza en la mirada….
No hay comentarios:
Publicar un comentario