En
el orto del siguiente día la mar se amaneció sin ánimo.
Tras
extenuantes jornadas batiendo sus
músculos contra la cólera de aquellas aguas hostigadas por la furia de los
cielos, las manos de los marineros sangraban salitre y restos de maromas,
descarnadas en los acolladores al tesar interminablemente las jarcias, de
aferrar velas en ese intento de evitar que el barco se fuera a la ronza en su
eminente peligro de zozobra.
Las
fuerzas de los hombres habían quedado esquilmadas, en la brava batalla cruenta
de valor y rabia, en ese doler de
mandíbula al apretar diente contra los tridentes de Neptuno, al igual que el pañol de provisiones, donde
las ratas mendigaban el serrín de los toneles vacíos diseminados por la
gambuza.
Sus
miembros adormecían en el contrapuente con la mirada perdida en un horizonte
inacabable de aguas varadas.
Si
no fuera por el esputo de las bocas escorbutizadas, diríase que aquel cascarón
fuera el esqueleto de un derelicto.
El timón se mullía en el silencio de los
jirones del velamen que desnudaba los palos en desgarradas almas de telas,
huérfanas de sus cabos lloraban por sus ollaos,
en ese estado al pairo, como algarete desvanecido sobre la indiferencia
de los corales.
Hasta
el mascarón parecía haber abandonado el latido del crujir de sus senos, la
grimpola yacía fosilizada en ese imaginarse un viento.
A
sabiendas de que el esfuerzo estaba destinado a encallar en los desnutridos
huesos, dispusieron la palamenta de abordo, trincaron los remos a las esclavas
rompiendo la claridad de las fogonaduras, en esas lenguas de madera insultando
a la calima.
Al
pitazo del contramaestre los brazos tiraron de voluntad y la nave inició un
leve roleo.
¿Olar
contra sol o bogar a favor de atardecer?.
La
respuesta la tenían los tendones que se negaban a tensar, y otorgaban el alivio
del sudor que humedecía los agrietados labios.
Los
párpados se desperezaron al grito que sobrevino del palo de trinquete, agónico
resto del desafío a los vientos, la voz rota del grumete señalaba un fulgurante
hilero sobre las aguas.
Toda
la tripulación se arremolinó a babor en la cubierta intentando descubrir que
producía aquella estela de un verde jade que transcurría en el flanco.
Unas
cabelleras de rubio mantequilla emergieron a la superficie desde la carena de
la embarcación, rompiendo el molde de las estáticas aguas, melenas que prendían
unos rostros de una palidez porcelánica, carentes de cejas y pestañas.
Los
marineros mordieron el dolor de su labio al abrirse las llagas en una expresión
de asombro, reculando sobre el tableado cuando las sirenas se izaron sobre la
quilla asidas a las tracas, exhibiendo unos senos desnudos enmarcados en
conchas, sobre los que prendían perlas negras, colas de ambarinos cristales
multicolor se manejaban con suavidad en
las aguas en un cadencioso contoneo.
Entreabrieron sus bocas al unísono
entonando un melodioso canto agudo que se filtraba por la piel acariciando las
terminaciones nerviosas hasta llegar a los oídos.
La
música se hizo fonema inteligible dentro de sus corazones.
La
proposición violó la voluntad de los marinos desahuciados de vientos.
Ellas,
en su mágico poder, prometían hacer llegar a buen puerto los restos de la
herida carabela, a cambio tan sólo querían compartir con su tripulación una
fiesta tribal en honor de tan audaces navegantes.
Desesperados
por la caótica situación de hambruna y sin opción a desprender la embarcación
de aquel mar que les tenía esclavizados
a su calma chicha, deslumbrados por la belleza de aquellas hembras anfibias,
sin capacidad de raciocinio uno a uno fueron saltando desde la nao a la
oscuridad de las aguas muertas que iluminaban aquellas inquietas colas.
…..
Una
vez fondeada, los curiosos más atrevidos abordaron la cubierta, observando
atónitos que al timón se hallaban atadas dos manos desgarradas, otras tantas
manos tajadas por el antebrazo se encontraban aferradas a los mástiles de los
remos, todas ellas portaban en la muñeca una lazada de color amarillo
mantequilla y una perla negra cosida a su dedo meñique.
Superada
la sorpresa, y sin darse explicación de lo que pudo haber acontecido, retiraron
aquellos miembros desgajados y los apilaron junto a las rocas que enraizaban el
faro del puerto, donde día a día fueron secando hasta convertirse en pieles
fósiles adheridas al musgo.
Al
poco las perlas fueron echadas día a día
en falta, coincidiendo en el tiempo con la desaparición de ciertos lugareños de
mal vivir, cuyos harapos eran encontrados en la cima de los acantilados que
resguardaban la playa.
A
las noches de luna clara oianse lastimeros cantos provenientes de mar adentro.
Cuando
eso ocurría las gentes de la aldea subían al faro con aceites de miel y canela
con las que untaban aquellas manos… y los lamentos cesaban.
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