(Foto: Nemonio)
Era
una noche de verano y la luna llena rompía la quietud del recinto. Un haz de
luz penetrante traspasaba la penumbra de la habitación, proyectándose sobre el
espejo de la cómoda y refractándose sobre el antiguo armario, para iluminarlo
misteriosamente. Afuera reinaba una extraña
calma, quebrantada por el chirriar de chicharras ocultas en los árboles de un
bosque cercano. Apenas pocas familias habían llegado desde la ciudad, dos o
tres, no más. El pequeño pueblo, perdido en la angostura de aquella montaña,
parecía estar desierto.
Juan
era uno de los pocos recién llegados. Por lo general, visitaba el pueblo cinco
o seis veces al año, sobre todo en busca de la paz que la vida urbana le negaba.
La casa había pertenecido a sus antepasados. Y él, que ya pasaba de los
sesenta, volvía siempre allí, a revivir recuerdos. Así, al entrar, acostumbraba
a tocar cada mueble y cada objeto que encontraba a su paso. Ello representaba
una especie de ritual, como si a través del contacto físico pudiera hacer
revivir estampas pasadas, acontecidas entre las paredes de la vivienda
familiar. De esta forma, por ejemplo, tocaba el florero de porcelana e
imaginaba a su abuela poniendo en él flores frescas. O la mesa de madera de la
cocina, para ver de nuevo a su madre, extendiendo el mantel y llamándolo para
comer. Cada objeto, cada elemento significaba algo vivo. De hecho, Juan no
temía a los fantasmas.
Pero
de todas las cosas del hogar había algo que quedaba fuera de aquella ceremonia
táctil. En el armario de la solitaria habitación yacía un viejo rabel cual
leyenda sepultada por la acción del tiempo. Y Juan se limitaba a abrir
ceremoniosamente las puertas del mueble para observarlo allí, colocado igual
que una reliquia sagrada sobre sábanas de hilo. Pero no lo tocaba con sus
manos. No se atrevía a hacerlo. Y lo peor era que no sabía cuál era la fuerza misteriosa
que se lo impedía.
Se
trataba de un instrumento muy elaborado y antiguo. El propio Juan no podía
explicarse de quién habría sido, pues su memoria, por más que hurgara en ella,
no arrojaba ningún recuerdo en torno a aquel objeto. Durante su vida, no había
escuchado a su abuela o a su madre o a cualquier otro pariente hablar de él en
ningún sentido. No tenía, ni siquiera, referencias de algún antepasado con
dotes de rabelista, ni mucho menos. Pero lo cierto era que, sin saber por qué,
el viejo rabel había aparecido en el interior del armario así, un buen día,
como si alguien lo hubiera celosamente guardado, quién sabe si para protegerlo
de la vanidad humana.
Aquella
noche, sin embargo, rompiendo su miedo, Juan sintió una energía de atracción
especial, una fuerza descomunal que lo llevaba de forma inconsciente a ponerse
en contacto con el misterioso instrumento. La luz de la luna era espléndida y
se reflejaba sobre el armario abierto, creando en torno al rabel una imagen
astral: mágicamente iluminado, el legendario objeto parecía destellar rayos
multicolores de su entera estructura de madera.
Fue
así que Juan se acercó y lo tomó en sus manos. Era la primera vez que lo hacía.
Y luego, fascinado, se sentó y lo apoyó en sus piernas. Y con el arco empezó a
frotar las cuerdas, lentamente, dando cuerpo real a aquella rara composición
nunca antes escuchada, la cual fluía de su mente y se fundía en el sonido de un
romance tradicional. Porque Juan, sin saber cómo, acompañado del viejo rabel, había
comenzado a cantar una canción juglaresca, entonada por pastores mucho tiempo
atrás. Y así, confundido por tanta fantasía, pensó que tal vez sería un sueño la
imagen de aquella loba parda que afuera, en medio del silencio, aullaba a la
luna
No hay comentarios:
Publicar un comentario