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miércoles, 1 de febrero de 2017

RABEL DE IDA Y VUELTA (Autora: JULIA ALVAREZ)


Sonaba en la sala de estar la música evocando recuerdos, le llegaban las notas cadenciosas de rabel y regresaban a su memoria aquellos días en los que el abuelo Antonio vivía con ellos contando  sus historias y aventuras  y cómo se emocionaba cuando lo escuchaba y aun más le dolía en el alma no poder coger aquel instrumento que le había acompañado durante años y sucesivas vicisitudes, en maletas, viajes transatlánticos, huidas.
El abuelo relataba como en sus años mozos había aprendido a tocar aquellos romances de las montañas leonesas, las rabeladas  y canciones que habían surcado el tiempo y servían para que en el baile de los domingos después de misa, los jóvenes pudieran entrar en contacto y disfrutar un rato ante la mirada inquisitiva de los mayores, vigilando sus  palabras y gestos.
Él también consiguió bailar con aquella chica morena de rasgos serenos y labios carnosos, se había fijado en ella hacía tiempo ya, en sus movimientos gráciles, en su energía y su sonrisa. Se llamaba Manuela y aunque tenía muchos pretendientes empezó a cortejarla. Eran años complicados y surgió la oportunidad de buscar un futuro en América. Guardó en el escueto equipaje el rabel y la poca ropa que poseía y embarcó hacia Cuba buscando prosperidad, esperando poder llevar a Manuela en cuanto fuera posible.
Trabajó duramente y en los momentos de soledad en su habitación cogía el rabel, el sonido le transportaba a su tierra: las montañas, los castaños y los robles, el rumor de los rebaños pastando… y al amor de aquella mujer.
Las circunstancias hicieron que tuviera que regresar como se diría coloquialmente “con una mano delante y la otra detrás”,  aunque en realidad volvió sin la mano derecha debido a un accidente y con apenas el dinero para el pasaje del barco ya que su socio en un negocio se fugó con las ganancias.  Era muy humillante retornar en esas condiciones, aunque en el pueblo le esperaba Manuela que le reconfortó en su tristeza, y también un humilde trabajo.
Se casaron y rápido vinieron los hijos, del mismo modo que llegaron las penurias y el hambre de la guerra civil de 1936 y de la larga y dura postguerra. La abuela Manuela tuvo que conseguir comida a través del estraperlo. El abuelo Antonio añoraba poder tocar melodías con su rabel. Sobrevivir al día a día era un ejercicio complicado y aún le esperaban  momentos trágicos: su hijo pequeño, Alejandro, fallecería con 7 años debido a una caída y la abuela enfermó y también murió. Aún así él no perdía la sonrisa, luchaba por sus hijos. La vida es tan injusta para algunas personas y la tragedia se ceba en muchas ocasiones, pero a pesar de todas las penalidades, siempre había en casa un trozo de pan para quien lo necesitara, un lugar de acogida y un viejo rabel para manos diestras en sacar sonidos maravillosos y tradicionales.
Recuerdo con cariño aquella sonrisa deliciosa y picarona del abuelo Antonio cuando sus nietos corríamos a su alrededor, sus mimos y su voz cálida. Recuerdo aquel instante en que regaló su entrañable rabel a mi hermano, había que cambiarle alguna cuerda y reparar la ajada madera fruto de los años y los trasiegos, era su más preciada herencia. El sonido ancestral perduraría en la familia, como mantendríamos por los años el cariñoso recuerdo del abuelo. Aquel instrumento introducido en el país por los árabes en tiempos medievales y que se tocaba de forma parecida a un violín, como definían los estudiosos “de cuerda frotada”, formaba parte de nuestra historia y del pasado que conformaba nuestro presente.


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