Sonaba en la sala de estar la
música evocando recuerdos, le llegaban las notas cadenciosas de rabel y
regresaban a su memoria aquellos días en los que el abuelo Antonio vivía con
ellos contando sus historias y aventuras
y cómo se emocionaba cuando lo escuchaba
y aun más le dolía en el alma no poder coger aquel instrumento que le había
acompañado durante años y sucesivas vicisitudes, en maletas, viajes
transatlánticos, huidas.
El abuelo relataba como en sus
años mozos había aprendido a tocar aquellos romances de las montañas leonesas,
las rabeladas y canciones que habían
surcado el tiempo y servían para que en el baile de los domingos después de
misa, los jóvenes pudieran entrar en contacto y disfrutar un rato ante la
mirada inquisitiva de los mayores, vigilando sus palabras y gestos.
Él también consiguió bailar con
aquella chica morena de rasgos serenos y labios carnosos, se había fijado en
ella hacía tiempo ya, en sus movimientos gráciles, en su energía y su sonrisa.
Se llamaba Manuela y aunque tenía muchos pretendientes empezó a cortejarla.
Eran años complicados y surgió la oportunidad de buscar un futuro en América.
Guardó en el escueto equipaje el rabel y la poca ropa que poseía y embarcó hacia
Cuba buscando prosperidad, esperando poder llevar a Manuela en cuanto fuera
posible.
Trabajó duramente y en los
momentos de soledad en su habitación cogía el rabel, el sonido le transportaba
a su tierra: las montañas, los castaños y los robles, el rumor de los rebaños
pastando… y al amor de aquella mujer.
Las circunstancias hicieron que
tuviera que regresar como se diría coloquialmente “con una mano delante y la otra
detrás”, aunque en realidad volvió sin
la mano derecha debido a un accidente y con apenas el dinero para el pasaje del
barco ya que su socio en un negocio se fugó con las ganancias. Era muy humillante retornar en esas
condiciones, aunque en el pueblo le esperaba Manuela que le reconfortó en su
tristeza, y también un humilde trabajo.
Se casaron y rápido vinieron los
hijos, del mismo modo que llegaron las penurias y el hambre de la guerra civil
de 1936 y de la larga y dura postguerra. La abuela Manuela tuvo que conseguir
comida a través del estraperlo. El abuelo Antonio añoraba poder tocar melodías
con su rabel. Sobrevivir al día a día era un ejercicio complicado y aún le
esperaban momentos trágicos: su hijo
pequeño, Alejandro, fallecería con 7 años debido a una caída y la abuela
enfermó y también murió. Aún así él no perdía la sonrisa, luchaba por sus
hijos. La vida es tan injusta para algunas personas y la tragedia se ceba en
muchas ocasiones, pero a pesar de todas las penalidades, siempre había en casa
un trozo de pan para quien lo necesitara, un lugar de acogida y un viejo rabel
para manos diestras en sacar sonidos maravillosos y tradicionales.
Recuerdo con cariño aquella
sonrisa deliciosa y picarona del abuelo Antonio cuando sus nietos corríamos a
su alrededor, sus mimos y su voz cálida. Recuerdo aquel instante en que regaló
su entrañable rabel a mi hermano, había que cambiarle alguna cuerda y reparar
la ajada madera fruto de los años y los trasiegos, era su más preciada
herencia. El sonido ancestral perduraría en la familia, como mantendríamos por
los años el cariñoso recuerdo del abuelo. Aquel instrumento introducido en el país
por los árabes en tiempos medievales y que se tocaba de forma parecida a un violín,
como definían los estudiosos “de cuerda frotada”, formaba parte de nuestra
historia y del pasado que conformaba nuestro presente.
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