El agua había bajado tanto que
los secretos años atrás escondidos entre el lodo
estaban quedando al descubierto.
Pisé sobre una cama de hojas crujientes y respiré
hondo, dejando que el frescor de
esa mañana de invierno bailara por el interior de mi
cuerpo. Recuerdos de la infancia
inundaron mi mente y las preocupaciones, ligadas a
ciertas etapas de la vida,
desaparecieron durante varios minutos, dando paso a una
sensación de angustia repentina;
la basura rodeaba cada orilla de ese pantano, ahora
prácticamente seco, amontonada
por grupos sin orden aparente. Me acerqué a uno de
ellos con rapidez, enfadada con
los seres humanos, observé y di alguna que otra
patada a los escombros, molesta
por tener que presenciar aquello. Hasta que algo
llamo mi atención; una cerradura
enterrada en el lodo había fijado su vista en mí, tire
de ella y salió; estaba unida a
una pequeña caja de hierro, que lave en un charco de
agua cercano. La abrí con
rapidez, deseosa de descubrir su contenido. Había un
pequeño frasco lleno de purpurina
y un papel con una frase escrita; “Un día sin risas,
es un día perdido”. Sonriendo
dejé la caja en su lugar y continué mi camino.
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