(Foto: Alejandro Nemonio Aller)
Este relato fue escrito para la sección "poniendo historias" que cada mes se propone desde CUENTO CUENTOS CONTIGO. En este caso los relatos debían estar inspirados en el baile oriental con el que la bailarina MARIA MENDOZA MARTINEZ nos deleitó en el encuentro que los simpatizantes de cuento cuentos contigo tuvimos el pasado mes de marzo. Entre todos los enviados fué este relato de Marta Muñiz Rueda el que supo ganar el corazón de María.
Empezó
a bailar siendo una niña. Nunca supo por qué, era una necesidad instintiva, un
aliento, un impulso troquelado a contratiempo.
Tras
unos años de búsqueda infinita —salones de baile diáfanos, tutús etéreos,
faldas de volantes— encontró su sitio después de leer a Washington Irving y sus
“Cuentos de la Alhambra”. Aquellas tres hermosas princesas encerradas en una
torre para impedir que cayesen en las redes del amor, la condujeron a encontrar
su afán de libertad al filo de una atmósfera del todo orientalista.
Así
que su madre la llevó a varias escuelas en donde podría aprender a bailar la
Danza del Vientre y ella poco a poco fue sumergiéndose en un universo dorado de
ritmos y palabras que la hizo sentirse como Sheherezade; la diferencia es que
Anitra aprendió a transmitir sus deseos a través de su cuerpo: de sus pies, de
sus caderas, de sus manos… Y así, ensayo tras ensayo, llegó a practicar mil y
una noches.
A
sus veinte años se había convertido en una danzarina profesional. Era capaz de
sentir y dejarse llevar, era como bailar con piloto automático y esa sensación
de plenitud maravillosa le concedía el privilegio de volar.
Anitra
volaba en sentido figurado, claro está. Quiero decir que, una vez iniciado el
espectáculo, ella se esfumaba durante un tiempo hermético que marcaban la
música, los aplausos y un reloj de pared, coqueto y casual.
Un
viernes por la tarde acudió a un hermoso café para animar con sus
intervenciones un tradicional y familiar cuenta cuentos. Su amigo Marcelo, poeta
de gran corazón, la había invitado no sin ciertas dudas, —él temía que ella
deseara negarse por considerarlo inesperado pero lo que él nunca había
imaginado es que Anitra amaba los cuentos, porque gracias a esas historias
antiguas que aparecen en libros de las bibliotecas de todo el mundo, ella
empezó a bailar—. Y bailar, es también soñar.
Y
Marcelo se sorprendió una vez más de su poca fe, encendió e incendió la sala
con la melodía árabe de ritmo Bollywood que Anitra le había programado. Y se
dejó llevar, fascinado, anestesiado.
Todos
los asistentes miraban a Anitra bajo un poder hipnótico. Se enredaban en su
pelo, intentaban alcanzar el vértigo sinuoso de su cuerpo al avanzar cada paso,
se enamoraban minuto a minuto de su sonrisa, se sumergían en sus tules celestes
y reposaban en el rojo de sus labios con la mente en blanco, aderezada con pizcas
frenesí.
Cualquiera
hubiera imaginado que Anitra, en esos momentos, recibía el calor de sus miradas
y las guardaba en su memoria. O, tal vez, incluso almacenar tan altas dosis de
deseo ajeno y admiración sincera la habrían conmovido. Quizás aquel fervor
podría haber alzado su autoestima hasta nubes lejanas o simplemente la empatía
eran pétalos de cariño invisibles, flotando en el aire. Pero no. Lo que nadie
sospechaba era que Anitra no les veía. Aunque los mirase, así en general, como
un horizonte hormigueado, ella no los veía.
Ella
veía a mujeres de la India bailando por amor, a mujeres de África danzando para
pedirle a un dios protector un sábado de lluvia, a mujeres de Oriente que giran
y giran y giran para seducir, para enamorar, para liberarse de un fuego
embriagador, para sentirse amas y esclavas, dueñas y ofrendas, veía a mujeres
griegas cansadas de su obligado misticismo, moviendo sus caderas cada noche
oscura… mujeres romanas bailando en medio de una fiesta descomunal ante su emperador…
Anitra atravesó desiertos, glaciares, montañas, océanos, penumbras y
amaneceres, palacios suntuosos, pequeñas granjas, cabañas en ruinas, castillos
medievales, rascacielos… hasta pudo bailar dentro de un iglú.
Ella
era Anitra y todas las mujeres que habían bailado antes capturando su alma a lo
largo de la historia. Estaba allí y estaba en todas partes.
Cesó
la música y abrió los ojos. Todo era oscuridad y silencio. Todo, menos los ojos
que la esperaban al otro lado de la música y el mar, los ojos de su madre.
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