ILUSTRACION DE LAURA G. BÉCARES
que sirvió de inspiración para escribir esta historía
Verónica se encaramó al
tejado y comenzó a aullarle a la luna.
A lo lejos, los abetos
extendían perezosos sus brazos cansinos cubiertos de nieve y se dejaban bañar
por la claridad plateada del astro nocturno.
Verónica continuaba aullando
mientras el viento hacía flamear los pliegues de su camisón de raso blanco. No
sabemos si era la señal de una rendición o la petición de una tregua. La luna
no respondió a ninguna de las dos demandas. Redonda, brillante y lejana, su
cara inexpresiva no mostró compasión ni sorpresa alguna como si los aullidos de
la mujer fueran inaudibles y no perturbasen su placidez. Tal vez esperaba que,
como otras muchas noches, Verónica tomara asiento en el tejado, extendiera las
piernas sobre la pizarra negra, extrajera del seno la carta y comenzase a
leerla en voz alta con los ojos vueltos hacia Selene.
Así había sucedido las
noches de luna llena desde que empezaron a llegar las misivas anónimas.
Mensajes de enamorado. Mensajes llenos de pasión que a Verónica le inflamaban
el espíritu y, sobre todo, le encendían la carne. Mensajes con la promesa de
encuentros clandestinos bajo la luz lunar.
Y esta noche, justo esta
noche en que la luz reverberaba en la nieve y la claridad era más intensa.
Justo esa noche que vestía camisón de novia, Verónica se encontraba sin el
pliego de papel entre las manos.
Aulló a la luna. Aulló con
desesperación. Aulló sin descanso durante horas hasta que, de amanecida, las
gentes del pueblo consiguieron bajarla del tejado y la introdujeron en su
vivienda.
Sobre el aparador de nogal oscuro
destacaba la blancura de un sobre dirigido a su nombre.
Era la carta que la semana
anterior Verónica había olvidado depositar en el buzón de correos.
Ella se obstinó en afirmar
que era la luna. La encerraron por loca.
Debía de ser verdad porque la
noche siguiente a la de su encierro entró en cuarto menguante.
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