¿Cómo
regresar a esa inquietud de las mareas cuando la luna cosquillea al atardecer
las olas de su piel?
Sabía, por
lo que los cuentos me narraban, por lo que las leyendas me descubrían, por lo
que los viejos temían, y los poetas escribían, que ella guardaba todos los
sueños, todos los miedos, todos los aullidos, todos los desamores, todos los
insomnios, y yo quería ser parte de su misterio.
¿Cómo
alcanzar aquel vergel de nada donde todo lo imaginado habitaba?
Escribí
compulsivamente los más variopintos cuentos, los arrojaba en una hoguera, en la
esperanza de que sus cenizas alcanzaran su luz.
Narré, a
quienes nada tenían que escucharme, enigmáticas leyendas de seres lunáticos que
visitaban mi alcoba, para que ellos fueran mis intérpretes en su huida.
Subí a los
cerros donde clamaba el rumor de los cencerros, allí aullé, aullé hasta darme
miedo al reconocerme en mi voz; tan lejos, tan insuficiente para que ella me
escuchara.
Y declamé,
declamé versos, y más versos, y soñé despierta hasta verla desaparecer cada
amanecer, desposeída de su túnica de sol.
Me ignoró,
como se ignoran los cuentos que no se creen, como se ignoran las promesas sin
piel, como se ignoran las pesadillas al despertar, como si ignoran los deseos
de una moneda perdida en Trevi.
Me negué a
no ser luz, a no ser el deseo de los verbos ser, amar y estar, me negué a ser
un cuento sin final, a ser una marioneta de cristal.
Me hice
pequeña, muy pequeña, hasta ser engullida por el vientre de mi tierra,
hasta ser una pepita de mis vacilaciones, descomponerme en
sus entrañas hasta que la lluvia pudriera mis sueños, ser vapor, y conquistados
todos los castillos amurallados de vació en las nubes, alcanzar aquella luna de
nadie.
La lluvia
me hice crecer, crecer, crecer, abandonar mis zapatos mágicos donde encerraba
los secretos, recortar los tirabuzones que a las noches me roían los ratones de
mis cuentos, humedecer la mirada en la verdad de las leyendas escondidas en mis
prendas, temblar ante los aullidos de los lobos que se escondían en las
esquinas.
Fue cuando
ella me preguntó: - ¿Ya no quieres ser mía?
Trepé con
mis raíces entre las montañas que las antiguas cenizas fueron creando a mis
pies hasta alcanzar la última cornisa del acantilado donde morían todas las
mareas, inquietas, y me senté, con mis pies colgando en el vacío, y le di
patadas a los vientos, a los sueños, a los miedos, a los versos y a los poetas,
porque allí estaba ella, aquella luna rosa, llena de junio.
Se sentó a mi lado, en aquel
trozo de acantilado, me entregó un atillo hecho con trapos viejos, cargado de
versos, de sueños, de miedos y de cuentos.
-
Cuéntame, dijo.
Miré contra la marea, inquieta,
me volví a ser pequeña.
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