La idea
me surgió al leer un libro en el que la protagonista, de doce años como yo,
emigraba a un país más allá del charco. Con lágrimas en los ojos e inquietud en
el corazón se despidió de sus amigos y de la pequeña aldea que la vio crecer.
Sacó la ropa y su peluche de la maleta y la llenó con la tierra de su jardín,
en el que tantas veces jugó y del que tantos y tantos recuerdos tenía. Con esa
tierra, en su nuevo hogar, plantó las semillas que recogió de su país.
Fue lo
que hice yo cuando parecía definitivo eso de que por fin llegaba el progreso al
pueblo. Hacía mucho tiempo que se venía hablando, que si llega, que si no, que
si para otro año, que si promesas incumplidas, que si para las elecciones. Como
cuando el verano da paso, o no, al otoño y de repente llega el invierno. Así
llegó la prosperidad al vecindario y lo hizo con un pan bajo el brazo. Un pan,
una hogaza de pan, para algunos políticos.
La
prosperidad nos trajo una urbanización, un polideportivo, un centro comercial,
un parque, un paseo, un carril bici, un jardín y más cosas que decían que
necesitábamos para ser felices.
Empezaron
a llegar docenas de albañiles, carpinteros, electricistas, oportunistas y
operarios de todo tipo. Llegaron con sus planos, sus máquinas, sus proyectos y
sus enigmáticas promesas. El pueblo se lleno de obreros y nuestras tranquilas
vidas de ruido y alquitrán. Con ellos vino también el tráfico, tres paradas de
autobús, la especulación, estrés, mucho estrés, y deudas, muchas deudas. Aún
hoy algunos propietarios esperamos cobrar las expropiaciones que hicieron a
nuestros abuelos.
Salí a
pasear por la pradera, me tumbé a meditar bajo el árbol gordo, en lo alto de la
loma, donde siempre nos reuníamos, y contemplé la llanura, el campo de cereal y
la arboleda de chopos. El paisaje abarcaba mis mejores recuerdos. Rememoré
aquéllas meriendas y fiestas donde el pueblo se ponía manos a la obra para
arreglar la fuente, limpiar las orillas del río, las eras o ayudar a un vecino
con la cosecha. Para celebrarlo una paellada, unos chorizos a la sidra o un
cordero asado. Uno ponía el remolque otro el tractor, uno el cordero otro el
arroz o el pollo y los niños recogíamos leña mientras las mujeres cocinaban.
Todos poníamos nuestro granito de arena, cada uno lo que podía. Pero sobre
todo, todos poníamos muchas ganas. Hoy en día ya nadie se mueve si no hay
dinero de por medio. Hace falta dinero para el combustible del tractor, dinero
para pagar la merienda, dinero para la empresa de limpieza, dinero para pagar
las horas del que está sentado frente al televisor a la vez que busca trabajo
por Internet, dinero para hacerte un favor, dinero para pagar tu tiempo.
Demasiada
nostalgia para enterrarla bajo cemento. En poco tiempo todo aquello
desaparecería. Las fincas, los pastos del ganado, el ganado, los arbustos
silvestres, los árboles frutales, el trinar de los pájaros, la fauna, la caza,
la pesca, las constelaciones del cielo, el brillo de las estrellas y de
nuestros ojos, nuestra sonrisa y nuestra felicidad, se fueron con el progreso.
La ansiedad, las preocupaciones, la tristeza y las prisas jamás nos abandonaron.
El
desarrollo económico contribuyó a nuestra unión con la ciudad, convirtiéndonos
en el extrarradio de una gran urbe que cada vez consumía más terreno y más
vidas.
Donde
manaba el manantial construyeron una preciosa fuente que casi nunca daba agua;
eliminaron el bosque y crearon un jardín que al poco tiempo quedó descuidado;
el río donde nos bañábamos ya era un arroyo con aguas más bien poco saludables;
sobre este árbol donde estoy tumbada, que dijeron estaba enfermo, edificaron
una urbanización; el campo de cereal lo transformaron en un polígono que apenas
vendió las parcelas; cambiaron la ruta senderista por un carril bici; y todo
ello rodeado por sus correspondientes edificios, plazas, avenidas, bulevares,
rotondas y demás infraestructuras.
Allí
donde había verdes praderas plantaron un incierto futuro.
Con los
años cuando en vacaciones visito la ya capital de provincia la pena me invade.
Apenas conozco la tierra que me vio nacer. Recorro sus calles y los locales que
frecuentaba y difícilmente conozco a alguien. Ya casi nadie me recuerda. Busco
por los rincones y recodos, por bares, establecimientos, calles y caminos.
Busco mi infancia que ya no existe. Como si el asfalto además de borrar las
huellas de mis pies hubiera borrado las huellas de mi vida, como si yo jamás
hubiera pertenecido a ese lugar.
El
crecimiento demográfico no sólo destruyó la flora y fauna del contorno,
destruyó también el rastro de mi niñez, los vestigios de mi pasado y los parcos
recuerdos de los que hoy hago mención.
A mi
regreso a casa corro a buscar mi tesoro, como si de un altar se tratara. No sé
cómo conseguí retener la esencia del lugar, no sé cómo capture el alma, el aroma
de aquellas praderas. Tras más de cincuenta años mi caja de madera realmente
huele al pueblo en el que crecí. La tierra y semillas que allí coloqué y cuidé
retienen la fragancia de la mies recién segada y del carbón quemado en las
épocas de frio, conservan el perfume del rocío matinal y del embutido curado en
invierno.
Toda una
agradable sensación abrir la tapa, cerrar los ojos, aspirar profundamente y
percibir que también fui niña.
Un sabroso placer saber que alguna vez estuve viva.
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