Este relato corresponde a la sección "poniendo historias" del mes de diciembre 2.015
Él te veía así, etérea. Su enorme capacidad de selección le permitió
descubrirte entre tanta gente. Y desde entonces, no logró olvidarte. Tu perfil
griego quedó grabado en su memoria. Y lo demás... Lo demás lo puso aquella
dulce melodía. ¿Bach?... ¿Era la música de Bach aquella fantasía que flotaba
por los rincones del enorme salón?... ¿Bach, Cello Suite No 1, quizás?
Tal vez no. No recuerdo. Pero él te quería ver así. ¡Déjale soñar!
Estábamos allí, en aquel recinto. Corría el mes de noviembre. El espacio,
demasiado grande, por no decir “vacío”. La mesa, demasiado larga, por no decir
“aburrida”. La atmósfera, demasiado
solemne, por no decir “rancia”. Se
conmemoraba el primer aniversario de la muerte de un célebre poeta, cuya celebridad,
por grande que era, no llegaba a superar el patetismo de la ceremonia. Todos de
gala, elegantemente ataviados con trajes negros, como si el color pudiese
generar un sentimiento de luto del todo inexistente. Y luego, el chasquido de
copas de finísimo vidrio, sirviendo de contrapunto al rusiente murmullo.
Porque, a pesar de la solemnidad, los allí presentes no dejaban de cuchichear
esto y aquello, ¿sabes?, el cotilleo del ambiente de salón que, poco a poco, se
transforma en ruido. Un rumor que crece y se expande por el aire y vuela. Un
rumor que aniquila la armonía cuando todos hablan a la vez y sin parar... A
ver, ¿qué más?... ¡Ah, sí! Como centro de mesa un enorme adorno floral. Y el
perfume, expandiéndose a través de los rincones. El aroma del nardo, de la
azucena, del jazmín. Flores blancas. Para sellar aquel festín de vanidades.
Y tú, ¿dónde estabas? Pues, allí. Imaginaria y real.
Sentada en el ángulo derecho del salón, casi arrinconada (como quien dice).
Eras algo así como la reproducción de una escultura antigua, o la imagen de un
ser mitológico, encarnándose en el cuerpo de una dama sutil que toca el
violoncello. Y aunque fatigada, mantenías firmemente el instrumento, sin curvar
la espalda. Tu mano izquierda, trenzando las cuerdas, acariciándolas. Y en la
derecha, el arco. Y tus ojos, más allá de aquella gente de rostro inexpresivo.
Tu mirada, diríamos que ausente, sobrepasando las fronteras de tan desabrida
reunión para quedar prendada del haz de luz de alguna estrella... Pero, ¿es que
nadie te veía? Sí. Todos te veían. Pero sólo él te observaba. Y así, abanicaba
la esperanza de tomarte del brazo para llevarte muy lejos de allí, sin decir
adiós.
Han pasado los años. Y desde entonces, (y aunque no lo creas), el extraño
enamorado no ha dejado de enviar rosas rojas en noviembre. Rosas que reúno y
coloco, con especial cuidado, en el regazo de aquella juventud. Y entonces, me
miro al espejo y te re-encuentro. Guapa, etérea. Casi arrinconada, en el ala
derecha del enorme salón. Tocando una exquisita melodía. Como eras. Como era.
Tal y como él, desde su silencio, nos recuerda aún.
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