Cuenta la ya
hoy madura camarera que cuando, el siglo pasado, Artur Evelyn George John
abandonó la ciudad en el último tren del día, pasó toda la tarde en la terraza
del viejo café que les había sido habitual durante varios años. Que lo hizo bebiendo
güisqui y fumando con fruición. Muy lenta y continuadamente. Con verdadera
voluptuosidad a la par que, de varias libretas que había extraído de su bolso bandolera,
había ido arrancando y quemando hojas de las que tan sólo había ojeado alguna
que otra página.
Cuenta que, al
levantarse y acercarse a pagar, le pidió por favor que tirase las tapas de los
cuadernos a la basura, que le cobrase las varias consumiciones hechas y que le
aceptase como regalo, sin pretensión alguna, su cartera bandolera de piel, ya
vacía.
Cuenta que fue
la única vez que no dijo ninguna palabra amable o le bromeó a la despedida, que
fue la primera vez que no le dejó propina bajo el vaso o el cenicero, y que
también –lo recuerda muy bien, quizás por eso se acuerde tan bien todo– fue el
único día en que, en vez de con un hasta luego o un hasta mañana, se despidió
con un ¡adiós!
Cuenta
igualmente –mas previa una y mayor insistencia– que ella, la mujer que junto a
él había sido tantos años habitual del café, no dejó nunca de frecuentarlo y
que continuó pasando en él, en las mesas que –adentro o en la terraza– les
habían sido preferidas, largos ratos, bien leyendo algún libro, nunca un
periódico, bien escribiendo, bien con la mirada como perdida en los techos,
lámparas, estantes o rincones del interior del café o en algún punto del
paisaje que la terraza ofrecía. Que sí se le habían notado los ojos algo
hinchados los primeros días y luego alguno que otro solamente; pero que nunca
había perdido su femenina elegancia en la presencia y gestos, ni su exquisita
amabilidad en el trato, ni su predilección por los tonos verdes.
Cuenta, como
los lentos movimientos de su cuello remembraban un vals y sus ojos irradiaban
–como aún hoy, tantos años después– más que miradas, serenidad.
Cuenta como,
aun los años de frecuentación, ignora su nombre, pues, ni se ha atrevido a
preguntárselo jamás, ni nunca se lo escuchó a él, que siempre, mirándola a los
ojos, parecía susurrarle uno distinto cada día.
Cuenta, casi
emocionada, cómo recuerda la bella sonrisa que un día ella dejó traslucir al
dirigir sus ojos hacia el televisor tras oír el nombre Gardicamar –seudónimo
con que él firmaba sus obras- dando pie a un reportaje sobre una exposición en
el Instituto Cervantes de Shanghái que titulada “Variaciones sobre un gran amor
imposible” acababa de inaugurarse con gran boato oficial y cuyas piezas iban
todas evolucionado hacia la obra que se consideraba culmen de la muestra y que
no era más que un retrato figurativo de ella “coronado por un triángulo que –él declaraba vocalizando y mirando a
cámara como si a alguien muy especial mirara– simulando ser el cabello, pretendía ser, mediante sus vértices hacia
arriba y hacia abajo, la unidad entre la tierra, el sexo masculino, y el agua,
el sexo femenino; el sol y la luna, esa imposible unidad de esa universal y
eterna historia de un gran amor imposible como ese del que el poeta Ángel
González habla en Canción de invierno y de verano: Cómo dudar que nos
quisimos,/ que me seguía tu pensamiento,/ y mi voz te buscaba –detrás,/ muy
cerca, iba mi boca.// Nos quisimos, es cierto, y yo sé cuánto:/ primaveras,
veranos, soles, lunas./ Pero jamás el mismo día”.
Cuenta que
recuerda esas palabras exactas porque se le gravaron a luz por la sonrisa y la
mirada de ella.
Cuenta que él
regreso tiempo después. Que, aún hoy, muchos días se encuentran en el ya
también viejo café.
Cuenta que
ella, a veces, le regala un difícil peinado triangular que a él le dibuja una
sonrisa y le enciende aún más los ojos.
Cuenta como, a
ella misma, le encantaría que algún hombre la mirase como él la mira a ella y como
más de un joven cliente le ha comentado que daría algo porque, algún día,
alguna mujer le mirase como ella lo mira a él.
Cuenta que, si
no fuera porque se les ve hablar continuamente, se diría que su entusiasmo es preludio
sensual, voluptuoso, erótico, sexual; que culminarían o reharían allí su gran imposible
amor.
Cuenta que, si
no fuera porque recuerda todo tan bien y ahora los sigue viendo y mirando de
soslayo, todo podría parecer un cuento, una fantasía creada por la memoria y el
tiempo.
Cuenta que…
¡Silencio! Entra él.
Cuento que aún
ella tardó algo en llegar y, entonces, sobre el, por cómplice voluntad,
instaurado silencio, a él se le escuchó declamarle un dulce y musical: ¡Ah, my
Green Star!
Este relato fue elegido (entre todos los enviados a la sección "poniendo historias" de cuento cuentos contigo) por la escultora CHARO ACERA, para representar su obra
(08 de enero de 2.016)
D. Juan Maria Campal leyendo el relato de Alfred Kova,
( por expreso deseo de su autor) .
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