El trece de junio de 1902 estrenaron en el teatro Español de Madrid “Las vírgenes locas” de Marcelo Prevost y cientos de puritanas escandalizadas por el título llenaron las butacas buscando una escapatoria a los frenos de su moral. Mientras las risas nerviosas se agolpaban entre las plateas, a tan sólo un kilometro, en el palacio real, Don Alfonso XIII de España secaba el sudor de su regia frente. “¿Con quién he de casarme?” Pensaría el rey en esa prosa de tan de inicios del siglo XIX. Cuatro años más tarde se casaría con Victoria Eugenia, una mujer de la que le separaba un idioma y una religión.
Pero ese día ocurrió algo mucho más importante para mí, que nunca llegaría saber, y es que a las siete y dieciséis minutos, mi tatarabuelo se acostó con una mulata de ojos verdes que llevaría en su vientre a mi abuelo. De esa mujer fuerte que crió sola a un bebé, que veinte años más tarde participaría en la dictadura militar de primo de Rivera, no tengo noticias, solo conservo la huella genética de sus ojos. El pasado escrito en las facciones es un mapa con pocos lectores que nos otorga una conciencia biológica de nuestros antepasados. La mulata murió cuatro años más tarde en un atentado anarquista asistiendo a la boda de Alfonso XIII.
Los recuerdos infantiles de mi abuelo quedaron ensangrentados por el asesinato de su madre, el vestido blanco manchado de rojo de Victoria Eugenia y un anarquista de mirada altiva que nunca llegó a su propio juicio. Estas vivencias le condicionaron de manera inevitable hacia dos direcciones; la de no querer celebrar su boda, motivo de disgusto constante de mi abuela, y la de odiar a los rojos hasta el punto de tener el carnet de la falange enmarcado en su salón. Si bien mi abuela no pudo estrenar el vestido de novia con el que siempre había soñado, se desquitó diseñando el traje de bautizo más bonito nunca visto para mi madre.
Hay futuros más marcados que otros, estaba claro que Alfonso XIII sería rey desde que nació, no lo estaba tanto que dejaría de serlo antes de morir. El destino de mi madre pudo cambiar por muchas variables, que no ocurrieron, parecía bastante claro: niña de los ojos de un general franquista, clase media acomodada por una dictadura esperada, hija de una mujer de su casa y perfecta esposa. El trajín del existir pudo desviar su marcado futuro, por ejemplo: pudo haberse enamorado de un maqui y escapar con él a las montañas donde criarían un niño que probablemente viviría con pasión en 15M, si otro revés no se cruzara en su vida. No es necesario un giro tan dramático para cambiar de pleno un destino, puede ser un libro, una reflexión, una adolescencia rebelde… Pero nada de esto ocurrió, vivió sin darse cuenta y sin llevar la contraria demasiado. Siguiendo las pautas de un futuro urdido entre los faldones de la mesa camilla de sus padres, la lumbre cotidiana y el guiso a fuego lento. Así pues se casó con un amigo de la familia, hijo de un militar y aspirante a guardia civil, una pareja como Dios y su padre mandaba, que al primer año de casados ya estaban en el paritorio esperándome. Crecí sabiendo que la familia tradicional es el único camino hacia la felicidad, yendo todos los domingos a la iglesia e intentando comprender los silencios de mi madre. Nunca pensé demasiado mis ideologías pero busqué quien las compartiera conmigo para poder utilizar sus mismos argumentos y mi marido hizo lo mismo, como no puede ser de otra manera en los destinos escritos sin puntos de giro. Todas las mañanas leo el ABC, temo que España se divida y a veces tengo pesadillas con hombres casándose por la iglesia, en ellas un barbudo lleva el vestido de novia que mi abuela tanto deseó.
Y de ahí vengo yo sin saberlo, de la tarde en la que estrenaron “Las vírgenes locas” y los ojos verdes de María escaparon de su moral católica y se fijaron en un desconocido. De un revés cometido hace tres generaciones y que no ha vuelto a suceder. Por ese trece de junio de 1902 tienen verde mis ojos.
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