La escultura que inspiró esta historia (LA MUJER TRIANGULO) arropada por su creadora (CHARO ACERA ROJO) - a la derecha de la fotografía- y de la autora del relato (MERCECES G. ROJO) -izquierda-
No supo en qué momento había
sucedido, pero, de pronto, se encontró de pie, en medio de aquella sala vacía
de gente. Vacía aparentemente, pues a su alrededor varios pares de ojos,
atrapados en la estrecha quietud de aquellos finos y negros marcos, la observaban.
Al menos esa era la impresión que le provocaban las miradas prendidas en
aquellas fotografías en blanco y negro, despertando en ella una extraña
sensación. Algunas de ellas las sentía como verdaderamente inquietantes. Tanto
que, pasados unos instantes – que
llegaron a parecerle eternos – sintió la imperiosa necesidad de salir
huyendo para impedir que le desnudaran del todo el alma y la mente.
Miró a su alrededor y encontró
dos únicas salidas. Una de ellas la puerta por
la que había penetrado en la sala. Abierta a una dura claridad al fondo
de la cual podía adivinar un grupo de personas charlando animadamente. La otra,
un segundo vano que se abría sobre una semipenumbra en la que no podía llegar a
entrever qué se escondía.
Se lo pensó un solo instante. En
ese momento no estaba dispuesta a enfrentarse a nadie y verse en la tesitura de
ser atrapada – quizás – en una insulsa conversación de puro compromiso. Dio,
pues, un paso en sentido contrario al que le había traído hasta aquí. O eso
creía. Algunas de las miradas murales
parecieron seguirla. Así que dio otro paso más. Y luego otro, y otro, y otro
más para liberarse de aquella sensación de desnudez frente a aquellos pares de
ojos.
Entró en la sala enmarcada por la
penumbra que la puerta rompía. Las sombras se desgarraron, entonces, por una
intensa luz que caía a plomo sobre una peana de madera noble. En su base
superior descansaba ella. Más bien parte de ella, porque solo su busto se
erguía poderoso, desafiando a la oscuridad que invadía el resto de la sala,
iluminado por una luz cenital que acentuaba con fuerza las líneas de su rostro.
Inmediatamente se sintió cautivada por aquella figura femenina e, impelida por
un impulso interior incontenible, avanzó hacia ella. Casi sin darse cuenta,
acercó sus manos a la escultura y dejó que sus dedos se deslizaran sobre su
superficie. No era una actitud muy ortodoxa, pero recordó las palabras de una
vieja amiga escultora diciéndole que las esculturas estaban hechas también para
sentirlas con el tacto, porque esa era la única manera de descubrir el alma que
se escondía en ellas. Y así lo hizo. Las yemas de sus dedos se deslizaron sobre
cada una de las líneas de aquel busto, siguiendo cada trazo, descubriendo a
través de su caricia la dura expresión de aquel rostro que se le abría
enigmático e intenso al mismo tiempo.
Bajo la apariencia bruñida del
bronce y el cálido tacto de la arcilla que se escondía bajo su pulida
superficie, se marcaban las líneas que jugaban entre las luces y las
sombras proyectadas por aquel foco. A
simple vista percibió el triángulo que, a modo de cabellera le enmarcaba el
rostro. Se separó un poco de la pieza, como para tomar distancia, y en la placa
pegada a la peana pudo leer “Mujer
triángulo”, de Charo Acera. Ésta era sin duda la escultora que había realizado
tan enigmática obra.
Se acercó de nuevo a aquel busto
y extendió una vez más sus manos hacia ella. Sintió una sacudida interior.
Cerró los ojos para dejar que nada engañara el tacto de sus manos y las yemas
de sus dedos parecieron deslizarse solas, siguiendo una fuerza interior que las
guiaba mientras acariciaba una a una
cada línea de aquel rostro. Y en aquella caricia múltiple descubrió más de un
triángulo conformando las distintas partes del mismo. Como el óvalo de la cara
que más que un óvalo, parecía conformarse por dos triángulos oponiéndose el uno
al otro, invertidos sus vértices más agudos, mientras se besaban por su base a la altura de las
cejas. Uno apuntaba al cielo, otro apuntaba hacia la tierra. Como la alargada
nariz que mostraba sus trazos bien afilados; como los pliegues que enmarcaban
el cuello buscando en su ausencia unos hombros en los que asentar ese cuello
que empujaba hacia el infinito la prestancia de un rostro lleno de incógnitas…
Hasta los labios parecían conformarse triangularmente; dos pequeñas y rotundas
formas formando el labio superior elevando las facciones una vez más hacia la
altura, una forma más suave y amplia descendiendo hacia el lugar que nos une a
la vida. Incluso los ojos, dulcificados por suaves formas curvas allá donde se
abrían hacia el pelo, podían recordar el trazado triangular sobre el que se
habían realizado.
Abrió los ojos, y dejó que su
mirada se acostumbrase a la penumbra que
rodeaba la sala. Se fue separando paso a paso del busto, ya quietas las manos y
solo alerta su mirada. A cada paso atrás, volvía a recorrer con sus ojos las
líneas triangulares de aquella imagen, intentando adivinar lo que escondía.
Recordó de pronto que ya lo había visto
antes en algún sitio, aunque nunca tan rotundo como ahora. Recordó que alguien
habló del gesto de enfado reflejado en la escultura. A ella, ahora, no se lo
parecía.
Buscó el respaldo de la pared y
se sentó en el suelo, sin poder apartar la mirada de aquella obra. Cuanto más
la miraba, más enigmática le parecía, más atrapada se sentía en lo que
transmitía. Dejó pasar el tiempo sin dejar de observarla. No supo cuanto. Por
su mente pasaron los tratados de simbología. El triángulo como unidad entre el
cielo y la tierra, como la suma del 1 y el 2 para construir uno de los números
mágicos; incluso, la proporción divina… Volvió a observar con más detenimiento
su conjunto, la expresión recogida en la afirmación de aquel rostro tan
rotundo. Y por encima de actitudes pasajeras encontró en él el restablecimiento del equilibrio
perdido. La imagen de una mujer asentada en la tierra que extendía su mirada
hacia la altura, allá donde podríamos decir que se busca el futuro.
Se levantó. Avanzó lentamente
hacia aquella “mujer triángulo” y acarició su superficie una vez más. A modo de
despedida. Respiró profundamente y enfiló su cuerpo hacia la entrada. Con la
mirada alta y el cuerpo erguido, avanzó sin aprensiones por la sala llena de
retratos que miraban desde las paredes. Pero ahora era ella la que observaba.
Sonrió segura de sí misma. Y
salió al mundo pisando fuerte.
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