Bajaba corriendo como nunca lo había hecho. Perdió un zapato; su
vestido dejó jirones por las zarzas, pero ahora eso no importaba… tenía que llegar a la playa. Y siguió corriendo. Su alma y su ropa
destrozadas, dolorido su pie descalzo. Apenas veía a través de las lágrimas
pero no podía parar si quería vivir. ¡Corre!. ¡Corre!. Se repetía a sí misma.
Consiguió
llegar a la arena. Desde una barca alguien le tendió una mano y saltó dentro, a
su alrededor solo veía ojos asustados. Se sentó en una esquina, quitó el zapato
que le quedaba y con infinito amor lo guardó en su bolsa, era lo único que
conservaba de su madre. Sólo los ponía en días especiales, como hoy, que empezó
siendo un domingo soleado y tranquilo en el que tenía cita a las cinco con
Samir, su amor. Para él se vistió. Y ahora su mejor vestido, su zapato y ella,
estaban rotos, flotando en altamar.
Cuando empezaron los tiros en su aldea, salió de casa y se unió al grupo
de gente que corría huyendo de las balas. Seguía huyendo, por el agua, por el
frío, por la noche. Varios días después llegó a Turquía. Hambrienta, sucia y desorientada.
Su cuerpo avanzaba empujado por la inercia, su mente seguía en Siria, con Samir con quien iba a casarse en tres meses…
Bajaba corriendo como nunca lo había hecho. Perdió un zapato; su
camisa dejó jirones por las zarzas, pero ahora eso no importaba… Tenía que llegar a la orilla y conseguir saltar a una
barca. Llevaba en brazos a su hermana
pequeña. Era una tarde de domingo tranquila, cuando llegaron los soldados,
disparando al aire, a los animales y a la gente. Corrió hasta casa de Ghada, su
prometida, pero ya no estaba, había huido. Tenían una cita esa tarde, como todos
los domingos. Seguía corriendo cuesta abajo, con los bracitos de su hermana
ahogándole alrededor del cuello, sus lágrimas se mezclaban con las de ella.
Entonces vio en las zarzas trozos de su vestido y un poco más adelante el
zapato, los únicos que conservaba de su madre y que solo ponía para ocasiones
especiales. Lo recogió y se lo dio a su hermana diciendo:
– No lo
sueltes, es de Ghada, ha pasado por aquí, la encontraremos y volverá a reunir los zapatos de su madre .
Llegó a
la orilla del mar y saltó a la primera barca que pudo, acurrucado en una
esquina trataba de tranquilizar a la niña pegada a su pecho. Avanzaron en el
agua y la oscuridad, rumbo a la nada. En plena noche la barca golpeó una
piedra. La parte baja se llenó de agua y empezó a hundirse. Estaban muy
apretados, no podían moverse y gritaban.
Muchos cayeron al mar, otros se tiraron confiando en sus fuerzas y de
repente alguien con un chaleco salvavidas en la mano le arrancó la niña de los
brazos y se lo puso. “Tal vez mi hermanita pueda salvarse”, pensó, y la dejó
ir. Sus miradas se cruzaron por última vez al tiempo que ella le entregaba el
zapato de Ghada.
Quedó solo,
hundido en el mar y en sí mismo. Sin saber cómo, llegó a Turquía, tenía hambre,
estaba mojado y no había dormido en muchos días. Pero no quedaba más remedio que
seguir porque tenía dos metas: Encontrar a su hermana y a Ghada. Tras varios
días y muchos controles policiales llegó
a un poblado de tiendas de campaña, todo estaba embarrado. Sentado en una piedra, acariciaba el zapato de
su prometida rezando para que siguiera viva… Pensaba la forma de salir de allí,
tal vez era mejor separarse del grupo, usar el dinero que tenía para salvarse
en solitario. Llevaba días observando, había visto gente que ayudaba a huir por
caminos alternativos a cambio de dinero. Por eso no perdía de vista al chico de la
camisa de cuadros verdes que trapicheaba entre las tiendas, le veía cada día,
sabía que podía ayudarle, cuando terminara el trato con el que estaba, iría a comprar
su salvación.
Siete tiendas más allá, una familia con tres
niños pequeños y una chica compartían las galletas que los cooperantes les
dieron por la mañana. La joven estaba ausente, acariciando un zapato, observaba
al chico de la camisa de cuadros verdes, le veía cada mañana negociar con una
familia que desaparecía al día siguiente, decidió usar el poco dinero que tenía
para comprar su libertad, sería más fácil salir de allí sola.
Se lo explicó
al grupo con el que compartía tienda. Era lo más parecido a una familia que
había tenido desde la muerte de sus padres pero tenían que separarse para sobrevivir.
Les abrazó a todos, uno por uno y llorando, salió en busca del chico de la
camisa de cuadros verdes…. Verde esperanza.
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