Bajaba corriendo como nunca
lo había hecho.
Perdió un zapato; su vestido dejó jirones en
las zarzas. Pero ahora eso no importaba, los jirones que dolían eran los del
alma.
Intuía una presencia extraña
en la noche, pero no la encontraba.
Escuchó la oscuridad, oyó un sonido allá
abajo, casi al fondo, como un sordo rio lejano que se perdía entre las rocas y
luego se apagaba.
La furia le dio alas, corrió, voló cuesta
abajo buscando aquel murmullo.
El corazón le golpeaba el
pecho, las sienes le dolían, no conseguía que aquel grito que la ahogaba
saliera de su garganta.
El cielo retumbó sobre ella y
se desgarró por la mitad. La lluvia torrencial tiraba de su vestido, que ella
misma acabó de arrancar, hasta quedar desnuda.
El viento, tan
embravecido como ella, producía melodías
furiosas que bailaban entre su pelo enmarañado.
El dolor estaba allí,
agazapado entre las rocas sobre las que corría descalza. Era una punzada
paralizante que le mordía el alma y
recorría su cuerpo hasta llegar a sus entrañas.
Era una fiera herida de muerte,
o de vida; imposible distinguirlo, porque su vida se había cruzado por el
camino con la muerte.
Ya no sabía de lo que huía ni adónde iba.
El frío y el cansancio la vencieron. Las
piernas le temblaban y su cuerpo se dobló. Quedó tendida en el suelo. Sólo
entonces, brotó aquel aullido que la oprimía el
pecho y se perdió por el aire, en aquella caótica noche.
La batalla que se libraba en una zona oscura
de su alma terminó; su rival era
demasiado fuerte. Sintió la calma que te da el admitir la derrota.
No intentó levantarse. La
corteza de la noche la cubrió y allá afuera, a lo lejos, quedó el mundo. Bajo
el barro se apreciaba un cuerpo de mujer.
Llovieron muchas lunas sobre
ella porque los días no se atrevieron a existir.
El tiempo dejo de respirar, su corazón estaba
seco pero los recuerdos seguían pasando por él,
trayendo de forma despiadada su cara, sus abrazos, el primer beso, el
último…
“Vio una extensa llanura sin principio ni
fin, velos de seda violáceos y azulados bailaban en el cielo, mientras una
preciosa figura cruzaba el horizonte: era ella
a lomos de su caballo, formando un solo cuerpo con dos crines negras al
viento, con un galope tan armonioso que parecía que se deslizaran por el aire.
De repente, un rayo
fulminante rompió aquella figura, ella cayó al suelo y el caballo continuó
avanzando hasta perderse entre las nubes.
Aquella fue la danza de
despedida de la vida y la muerte, mientras se oía, desde aquél infinito, la
sinfonía del adiós”.
La vida murió sin aviso.
Allí tendida la encontraron
los rayos del sol cuando por fin, un día se atrevió a amanecer. El cuchicheo
del silencio la despertó. Abrió los ojos.
El dolor ya no era tan agudo, ahora acechaba tímidamente desde el aire.
¡Que lejano parecía todo!
Lentamente consiguió incorporarse.
Desde entonces, cortando el horizonte, se ve la
silueta de una mujer de barro mirando
fijamente aquel punto por el que desapareció su caballo.
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