Estaba todo listo para la que
sería, sin saberlo, tu última visita al pueblo, a vuestra casa. Íbamos cada
año, y cada año, como se hace normalmente, cerrábamos el portalón diciendo en
voz bajita “hasta la siguiente”, porque uno nunca piensa que ésta, no llegará.
Este verano trabajaste como nunca en el patio.
Mimaste como jamás te había visto cada uno de los árboles que siempre he
recordado en él y que, a excepción de alguna salvajada por nuestra parte, pues
ahí seguían, en formación y saludándote al alba. Es curioso, abuelo, parecía
que les tenías más mimos desde que abuela murió. A veces he pensado que te ha
regañado la dejadez, y era por eso que como penitencia, te empeñabas el doble.
Observé cómo acariciabas la
higuera, así, como queriendo volver a sentir sus manos, y desde el escondite
secreto que nos ayudaste a construir hace más de una veintena de años, te
miraba y admiraba tu manera de cortar y de poner a secar las hojas de té, una
tras otra, una sobre otra, todas bien arropadas, lo mismo que nos arropaba
abuela cuando nos dolía el estómago. Nos hacía su infusión, y con voz de cuento
ordenaba: “tómatelo despacio y te
sentirás mejor, este té es milagroso, o te asienta o te revuelve”. Y vaya
si nos revolvía…
Y tú, que te reías de nuestras
caras de asco porque sabía más amargo que el hambre, tú, eras ahora quien desde
hace 7 siembras y 13 lunas, te preparabas cada día a media mañana su té. Un mes
antes “un amor me había dejado con los brazos caídos” como dijo un poeta, y por
eso entendí que te lo bebías a sorbos pequeños para pasar de golpe el peor
trago de soledad, en un intento de tenerla más dentro, más en ti,
recorriéndote, así como era abuela, como un torbellino, ¡tan viva!, ¡tan ella!
De ahí, de su recuerdo y tu
necesidad, salían todas aquellas caricias diarias, porque hay que ser sinceros
abuelo, cada vez que abuela te pedía que le echases una mano con las plantas,
te ponías tan enfermo como yo a la hora de hacer punto de cruz en el colegio.
Pero había veces en que las excusas no colaban y el resto del día te lo pasabas
farfullando venganzas, eso sí, a tu manera, y así el bote de coquitos y
magdalenas aligeraba misteriosamente su peso, y la bolsa de chocolates,
misteriosamente también, dejaba de ser palpable y pasaba a ser índice anómalo
de glucosa…, y los brazos en jarra de abuela anunciaban tiempos de tormenta, y
sabíamos lo que tocaba: ¡cuerpo a tierra! Pero siempre te cuidó como nadie y a
nadie, y quisiste tú cuidarla en todo lo que te dejó, porque no le perdonaste
que se fuese sin haberse tomado la cucharadita de miel del desayuno, sin
avisarnos siquiera.
Y yo, asombrada, te espiaba por
el ventanuco, te observaba, te seguía con ojos de silencio porque si me
hubieses sospechado, habrías dejado de hacer solo por no tener que
justificarte, y sin embargo, me moría por saber qué hacías cada tarde, siempre
a la misma hora, siempre bajo el mismo árbol, siempre con el mismo celo,
siempre asegurándote de que nadie estaba en el corral, de que nadie era testigo
de cómo tus manos arrastraban al bolsillo interno de tu chaqueta _ese que da de
par en par al corazón_ una hoja, no cualquiera, una. He de reconocer que era
gatuna mi curiosidad frente a tu liturgia.
No, no me atrevía… No me atreví siquiera a
pasar de puntillas por eso que era tan tuyo… Pero tú, sabio sin escuela, culto
sin mapas, ni listado de reyes godos desaprendidos, tú me conocías tan bien que
aquella tarde en que todos se fueron al teatro, fingiste dolor de estómago y me
pediste quedarme contigo, y allí me vi, a solas contigo y el té. Y sucedió.
- Espérame aquí, ahora vengo. Dijiste.
No tenía ni idea de lo que estabas tramando,
pensé que ibas a regresar con algo dulce, pero no, entre tus manos traías una
caja, vieja, de cartón; la pusiste sobre la encimera y me pediste que te
ayudase a desempolvarla. Levantaste la tapa y:
- ¿Una lata?, ¡tanto misterio para una lata!, ¿una caja?, ¿una caja con
una lata?, ¿qué demonios era aquello?
- No, no es una lata, es una caja de caudales. Respondiste de
manera categórica.
Te sentaste frente a mí. Me senté
frente a ti. La cogiste como una lámina de hojaldre a punto de quebrarse. La
pusiste sobre la pequeña mesa que osaba separarnos, y sentenciaste:
- Esto tan mío, es para ti.
Me diste una pequeña llave, te
miré como quien pide permiso para entrar en casa ajena, y entendí que podía
abrirla. Estaba muy oxidada pero la llave giró con facilidad, la tapa se elevó
por la presión, como quien saca la cabeza del agua porque se está quedando sin
aire. Y allí estaban ellas, todas, todas las hojas. No pude preguntar nada.
Comenzaste a hablar:
- Sé que me veías cogerlas cada día. Sé que nunca te has atrevido a
preguntarme por qué ni para qué. Es por eso que quiero que seas tú quien la
tenga, la conserve y la vacíe cuando yo me vaya, y la sepas mantener así,
vacía, como tu abuela me la dejó a mí.
Porque, ¿sabes Carla?, a pesar del pudor y la vergüenza, su amor
aprendió con los años a vestirme cada noche con un “te quiero” y desvestirse
públicamente cada mañana con un beso ante hijos, vecinos, el panadero o
vosotros, nuestros nietos…, y sin embargo, el mío, mi amor por ella, tarde muy
tarde, ha sabido de eso solo ahora, en sus hojas.
Cerraste la caja, y sentí su peso
y tu pesar sobre mis rodillas.
Hoy, abuelo, desde ésta, vuestra
casa, bajo estos, vuestros árboles te pienso, y quiero que sepas que os sigo
queriendo a caudales, que la caja está vacía, y yo, gracias a los dos, llena de
otoños.
Esta fotografía de Carlos González Sanchez, cedida para la sección "poniendo historias" del mes de enero de 2017, ha servido de inspiración para la composición de este relato
Te felicito por este cuento que refleja la hermosura de lo sencillo. Muy emotivo.
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