Foto: Carlos González Sánchez
Siempre
me consideré una caja débil a pesar de
estar diseñada para ser “caja fuerte”. Tal vez se deba a un defecto de
fabricación pero desde el día que me hicieron me sentí un objeto raro. Mis
colegas presumen de la dureza y textura de sus carcasas, de poseer colores
brillantes y cierres cada vez más sofisticados. Alardean de vivir en lugares
secretos, escondidas tras un cuadro o en el doble fondo de una mesa, presumen
de custodiar joyas, dinero o documentos importantes. Pero a mí solo me apetece llenarme
de emociones y que acaricien mi tapa cada día.
Pasé
mis primeros meses en la estantería de una tienda, rodeada de otras cajas, de nácar,
cartón, madera, incluso plástico. El día que un caballero pidió una caja de
caudales de pequeñas dimensiones, mi acero esmaltado de azul, tembló al ver al
dependiente dirigirse hacia mí. Dijo que yo era práctica, multifuncional, que
sirvo para guardar pequeños objetos, joyas o documentos, ocupando poco espacio…
El
cliente me cogió, probó la llave, abrió y cerró varias veces la tapa como
esperando encontrar algo distinto cada vez que me abría. Acarició mis bordes
redondeados, calculó peso, medidas y finalmente me llevó a su casa. Me agradó
la sensación de sus dedos deslizándose sobre mí, pero me angustiaba la idea de
que me escondieran en el hueco de una pared tras un cuadro porque me gusta la
luz. Ya era de noche cuando se acordó de mí, me sacó de la bolsa y dijo a su
mujer -mira, he comprado una caja de caudales para
guardar la colección de monedas que me regaló el abuelo- y me colocó sobre la cómoda. Ella ni me miró.
Se quitó los pendientes frente al espejo y los dejó en una delicada cajita de
marfil que había a mi lado, su interior era de terciopelo rojo. Aquella noche no
pude dejar de admirar aquel maravillo joyero.
No
sé en qué momento me arrojaron al fondo del mueble del salón donde estuve
olvidada durante meses. Allí conocí mi segunda familia de cajas. Me sentía inútil
y fría entre ellas, tan usadas, acogedoras y prácticas. Cada momento familiar tenía
la suya. La del desayuno me encantaba. La caja de galletas era redonda, metálica,
alegre y bulliciosa, llena de dibujos exteriores y con un exquisito olor a
mantequilla en su interior. Los niños celebraban su aparición y pasaba de mano
en mano entre risas y exclamaciones. La envidié, por ser tan deseada, tan dulce
y generosa.
A
media tarde, tras la siesta, se abría la puerta del mueble y aparecía la mano
de la abuela. Cogía la caja forrada con tela de flores. La tela estaba tan
gastada por el uso, como la piel de seda de sus manos. El interior era una
fiesta para los sentidos: hilos clasificados por colores, lazos, botones,
agujas, dedales… La abuela la dejaba abierta a su lado y cada poco cogía lo que necesitaba para coser o tejer, así
pasaban horas haciéndose compañía. Qué bonito destino, pensaba yo: ser costurero
de la eternidad. Coser horas. Unir generaciones. Poner lazos a la vida y bordar
experiencias.
Los
días festivos, tras la comida familiar, asistía a una exquisita ceremonia. El hombre que me compró, sacaba del cajón,
hecho exclusivamente para ella, la caja que contenía sus puros habanos. La
elegancia hecha caja. Elegía el puro, lo cortaban con una tijera especial y lo
encendía con fósforos de madera de cedro. El olor que inundaba la sala
explicaba que el hombre siempre terminara ese ritual con los ojos cerrados. Mientras
yo, desde el fondo, envidiaba a la protagonista de esos momentos de placer.
Los fríos días invernales, toda la familia se
reunía en el salón y casi siempre aparecía la temblorosa mano del abuelo rescatando
su caja favorita. La de madera vieja tatuada por los años. Las marcas y
rasguños de su tapa delataban su intensa
historia. Estaba preñada de vida, vidas pasadas que ellos revivían durante unas
horas. Contenía tiempo, en forma de fotografías desgastadas, invitaciones de
bodas y recordatorios de muertes. La emoción flotaba en el aire, pero ajena a
mí, sin rozarme.
Un
día eso cambió. Llegó mi momento. La mujer del joyero de marfil andaba nerviosa,
rebuscando por los cajones sin saber muy bien el qué. Cuando detuvo la mirada
en mí no di crédito. Me cogió, abrió la tapa y buscó la llave que descansaba en
mi interior desde siempre. Luego me llevó a su habitación, se sentó en la
butaca y me colocó sobre sus muslos. El tacto de su piel era suave y olía muy
bien. Sacó una carta del bolso y la leyó, no sé si muy despacio o muchas veces,
pero el tiempo que empleó fue inmenso. Después la dobló cuidadosamente y la
metió en mí interior. Cerró con llave y me colocó en un cajón, entre sus
camisones. Nunca me había sentido tan cómoda y mimada. Por primera vez contenía
algo importante: palabras de amor. A
esta carta siguieron otras muchas por lo que mi cerradura se abrió y cerró muchas
veces durante aquellos meses. Un día la mujer abrió el cajón y me sacó bruscamente,
abrió mí tapa y desparramó sobre la cama los papeles que contenía, los hizo
girones mientras lloraba y gritaba. Me quedé abierta sobre el mueble. De allí
me retiró su malhumorado esposo días después y me dejó con un montón de trastos
en el garaje, junto a clavos, grifos inservibles, mangueras… Mi llave desapareció
entre aquel desorden.
Un
domingo soleado cogió la caja con todos los cachivaches y nos cargó en el
maletero, fue a la orilla del río, lavó el coche, las alfombrillas, vació el
maletero, en su limpieza general yo sobraba y allí quedé, no sé si olvidada o
abandonada, pero nunca más tuve dueño. Ya había conocido la frialdad de una
fábrica, la desolación de una tienda, el calor de un hogar y ahora me tocaba vivir a la intemperie, en plena
naturaleza.
Allí
sí que estaba fuera de lugar, jugaron conmigo niños y perros, me movían de un
lado a otro a patadas… pero por primera vez fui libre. Sin llaves. Me llené de frío, de tierra, de
barros y hojas, me mojaron todas las lluvias, me secaron todos los soles, fui
el lecho donde se aparearon y reprodujeron numerosos insectos. Me manché de
vida, perdí el barniz azul y me oxidé, abierta y libre me mimeticé con la
naturaleza para que nadie me viera, para que no me devolvieran a una estantería
o un cajón.
Un
día se acercó un hombre que paseaba a su
perro, o tal vez un perro que paseaba a su hombre. No sé. Al pasar a mi lado “me vieron”. El hombre me
observó despacio, temí que quisiera
llenarme de cualquier cosa de esas que ellos consideran valiosas. Se agachó y
me observó más de cerca, cuando pensé que me iba a recoger, me hizo una
fotografía. Desde aquel día sueño que soy su musa, que por fin soy protagonista
de algo. Que por unos instantes me admiró alguien.
Sueño que mostrará mi imagen a otras personas y tal vez hablarán y escribirán
sobre mí.
Los
días más melancólicos, imagino que vuelve aquel hombre y me lee un poema o un relato dedicado
a mí y yo le ofrezco mi tesoro: Gotas de rocío hecho diamante, hojas de ámbar, haces
de luz del amanecer, piedras preciosas que el viento esconde en mi interior. Piñas de oro. Lluvias necesarias. Todo ello
mezclado con suspiros de amor de las cartas que un día cobijé. Por fin sé lo
que es estar llena de riquezas. Ahora me
siento una caja fuerte, porque un hombre me miró y “me vio”.
¡Muy bien! Aplausos.
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