Fueron unos días de estrés continúo. Aquella antigua casa parecía
llamarme desde el primer momento en que la vi. “SE VENDE” rezaba el cartel. No
lo pensé más, el banco me adelantó el dinero necesario, la compré y contacté
con un contratista para hacer la reforma necesaria. Humedades y aislamiento lo
principal, cocina y baños nuevos, acondicionar y asear el patio, permisos de
obra, revisar el tejado, etc.
Fue mi amiga Adela la que me dijo lo del tesoro, un montón
de monedas provenientes de un robo a un banco de la ciudad a principios del
siglo pasado o del anterior. Nunca la creí. Hasta que un día visitando a Sabina,
una vieja amiga de mis padres, pude acariciar una. Acabamos de cenar, ella solo
hacía que preguntar por mi vida, le conté que me había comprado esa casa y me
contó otra vez la leyenda del tesoro. No le hice caso, se levantó de la mesa, se
adentró en la despensa y, tras hurgar en un cajón oculto, apareció con una
pequeña cajita. La vi abrirla despacio, como si me estuviera pidiendo matrimonio,
y con sumo cuidado del interior sacó un pequeño pañuelo, lo desenvolvió y ante
mis narices apareció una de esas monedas de oro puro. La sostuve en mis manos,
con delicadeza, cómo si sostuviera una minúscula criatura legendaria.
Pusimos la casa patas arriba, destrozamos paredes y levantamos
suelos, revolvimos aquí y allá. Según la vieja Sabina el antiguo propietario recogió
las monedas y las escondió. Regaló alguna a sus parientes más cercanos y jamás
se supo del resto, cientos de ellas escondidas en algún rincón de la casa. Un
tesoro que jamás pudo gastar, imposible de canjear en tiendas, bancos o museos.
Un tesoro inútil que no daba más que dolores de cabeza. Se convirtió en el rico
más pobre de la ciudad, tanto dinero en su bolsillo y no lo le servía de nada.
Nunca tuvo tanto y nunca se sintió tan pobre.
Y apareció, vamos si apareció. Fue bajo la cocina económica,
una de esas antiguas, de hierro forjado, que quemaba carbón y leña y que servía
tanto para calentar la casa como para cocinar y que yo quería conservar pero
que hubo que desarmar en pro de la modernidad y de un supuesto tesoro. Levantamos
y allí estaba. Una herrumbrosa caja de caudales que pesaba tanto como la cocina
que tanto nos costó erradicar del piso. Pero no apareció sola. Alrededor, a
parte de restos arqueológicos como en toda la casa, hallamos los huesos de dos
esqueletos humanos que no dudamos en hacer desaparecer antes de que patrimonio o
la guardia civil tuvieran noticia. Mi mujer dio saltos de alegría y enseguida
comenzó a pensar en una vida de millonarios, imaginándose coche nuevo, vestidos
caros, una vida mejor y una vida nueva seguramente sin mí.
Yo fui más prudente. Un tesoro no deja de ser una carga, es
como un oscuro secreto, hay que ser fuerte para pujar por él el resto de la
vida. Mientras cogía la caja lo que en su día fue pintura se descascarillaba, parecía
que en cualquier momento iba a desintegrarse y nuestro sueño con él. Pesa -le
dije a mi mujer-. Debe rebosar de monedas -pensó ella en voz alta-. Pesaba como
pesaban los sueños que nunca se realizan. Mis manos quedaron tan sucias de
óxido como sucios son los actos que se cometen por dinero. Un simple destornillador
hizo el trabajo duro, apenas me costó abrirla. Fue como cuando se abre un sobre
sorpresa, nuestra cara y nuestras ilusiones se fundieron con el contenido. Al
levantar la tapa se desató el monstruo del interior, el de la caja y el de
nuestro ser, como una caja de Pandora. Perplejos miramos fijamente el cofre,
con la boca abierta y estupefactos vimos que estaba vacío. Vacío de oro, vacío de
monedas, joyas o cualquier otra cosa que aportara estabilidad a nuestra
economía. Vacío. Aquello no era más que un ataúd de recuerdos.
Como si nuestra mente fuera una y nuestros pensamientos se
fundieran en uno, los dos a la vez dimos un manotazo a la caja que cayó al
suelo soltando todo su mal. Alguna foto antigua, una bolsita con dientes de
leche, unos sobres de remitente lejano y que aún olían a perfume de mujer, unas
canicas, unas viejas llaves y el espíritu que habitaba allí mismo salieron en
tropel. Él olor a rancio y a humedad inundó la estancia y se metió en nuestras
fosas nasales tan rápido como lo hace el hongo de una bomba atómica. Eso nos
lleno el alma de rabia y frustración. Le di una patada al tesoro y con él a
nuestro futuro en común. Recogí las cartas y mientras ella las leía yo revisaba
las fotos, pero no supimos a quien pertenecían los restos humanos, que hacían allí,
o cuanto tiempo llevaban enterados bajo aquél viejo horno y junto a aquél
inútil tesoro.
Supimos que el tesoro no estaba escondido allí, estaba dentro
de nuestros corazones.
Supimos que lo que pesa no es el oro si no los silencios.
Y aquella caja de caudales estaba repleta de silencios, de
misterios y de tristes remordimientos. Como nuestras vidas.
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